Mariscos que vienen con el frío

Marisco y mariscadaSon un símbolo del lujo culinario, la concreción del fasto gastronómico, la sublimación diferenciadora del festín, la distinción entre la rutina. Son diferentes sus razas -crustáceos, moluscos, equinodermos- pero todos los unificamos en la estirpe marisquera. Los hay en todas las latitudes, pero nadie ha encontrado más fauna junta, y más sabrosa, que en las costas gallegas, allí donde el Atlántico doma y es domado. Estrabón alababa las ostras que tan deliciosamente sorprendieron a las legiones romanas cuando pisaron las tierras gallegas, pero hay constancia de que ya la población castreña se atrevió con estas viandas, cuyos restos incluso sirvieron de mortero a la muralla de Lugo. El marisco es, sobre todo, un fruto goloso en otoño-invierno, tentadoramente lujurioso, idealmente afrodisiaco. Aquí tienen un pentatlón posible. Y más.

Marisco se escribe con A de afrodisiaco, con R de recreador de la libido, con S de sabroso, con C de caro, con O de otoño, y con I de invierno. Es el tiempo en que en las latitudes galaicas -marisco, también podría escribirse con G de Galicia, pues los gestados en esta comunidad atesoran la más acreditada denominación de origen- su carne está pletórica de sabor y mejor armoniza la calidad y precio de este símbolo del lujo culinario… aunque hay especies humildes en el mercado y grandiosas en la mesa, que de todo hemos buscado en esta lonja del señor. Así dice de los elegidos:

EL BERBERECHO, por ejemplo. Viene a ser una especie de hermano sin estudios de la familia de los moluscos. Es abundante, popular, recurso recurrido históricamente por las economías más desprotegidas. Su sabor intenso, incluso recio, sin desodorantes, parece aportarnos en cambio la medida de la naturaleza sin domar, de los sabores y aromas puros, la autenticidad puesta en la mesa. En fresco, tiene muchas posibilidades de ser galego (pero en estos tiempos, a saber…). Suficiente, entonces, un previo y corto sometimiento al vapor, para que se entreguen a la gratificante lascivia culinaria.

Es un marisco magnánimo. Sin necesidad de multitudes, ilustra unos arroces clásicos, llena de contenido una salsa marinera, y además, por un ya no tan módico montante, anima la tertulia culinaria o alcanza los honores de un primero si va a la sarten, vapor, o a la empanada, especialmente consistente si la harina es de maíz.

Más delicada es la ALMEJA. Se me antojan como damiselas guardadoras de recónditos encantos que solo entregan a manos expertas. Después, en el contacto de la lengua con sus valvas, con la presión labial, se vuelve tersa como la juventud, y al hincarle el diente en su gónada… regala entonces una explosión de sabores finísimos, salados, una entrega total, absoluta, como si la brisa marina invadiese la cavidad bucal.

Es un molusco de compañía, como una amiga para ayudar en el guiso de pescados finos, a una salsa verde, en la moda marinera, gobiernos que ahora se subliman con más sibaríticos retoques, abiertas al vapor o sobre el hierro y aromatizadas al limón o unas gotas de albariño, treixadura o godello…, o escudando un harén de angulas, de cocochas y otras amistades golosamente peligrosas.

La almeja fina resulta ser más educada y longeva. Sería una damisela burguesa, de bien marcadas estrías siendo galega; la babosa, tiene modales un punto rústicos, es más perecedera pero, por la exigencia de su consumo inmediato, degustada en el país tiene todas las garantías de ser galega. Más tarde vendría la moda de “a la sartén”. La japónica proliferante en este siglo, no es lo mismo pero hace granero. Y la llamada roja tiene poderío sápido, pero hemos de exigirles juventud…

Asoma ahora con los primeros fríos ahora  el reino de los crustáceos, alternándose caprichosas vedas entre especies.. La NÉCORA, rústica morena, peluda -cuanto más, mayor probabilidad de que no sea foránea- de carnes prietas y exuberantes sabores, revoltosa y macizorra. Sus carnes blancas tienen la delicadeza de los moluscos finos -le gusta mucho la almeja, como a todo cristiano que se precie de paladar bien educado- sus corales, bajo la caparazón, son yodo delicado, y la emulsión que lo llena…

Cuando a esta mulata -si tiene una tonalidad pálida, puede que no sea gallega- inquieta e irascible, la calentamos hasta la cochura, se torna colorada, roja de voluptuosidad, como una abadesa vestida de púrpura, parda en sus ropajes inferiores.

Cocida ofrece sus más auténticos encantos, perfumada por el laurel. Requiere degustación paciente, temple de tocólogo. Aunque también admite un relleno, sometiéndose después a la doma del horno, simplemente cocida es un productopara prácticas  slow food.

CentolaCompite con la CENTOLA -el centolo que mal dicen algunos, concepto hoy confuso- en la que se pueden encontrar, por lo menos, tantos sabores como Cunqueiro encontraba en la cacheira (cabeza) del puerco, hurgando con lengua experta en las partes recónditas de su protegido cuerpo.  Sus largas, fuertes y musculadas patas, encierran bajo su roja y dura coraza, una carne tersa, blanca, suave, más fraganciosa cuanto más nos acerquemos a su nacarado plexo. Está en comida camino de la Navidad.

Como con la nécora, para la degustación perfecta de las albas carnes del cuerpo de la centola, es necesario actuar con dedos diligentes y expertos, separándola con respeto del corsé de lencería que las envuelve. Ha de ser un rito consciente, pausado sin pausa, como penetrando en los misterios de una novicia… Músculo prieto, seductor, elegante y suave, extremadamente delicado, como la piel femenina. Su “caldo” proporciona insospechados matices sápidos, sensaciones interiores, experiencia íntima, emoción inolvidable si los pastos fueron de buena cuna.

Hay quien apunta, y con autoridad, que la centola selecciona, a su buen entender, las algas que complementan, como aporte vegetal, la degustación, por ejemplo, del pulpo, que es una de las viandas por las que pierde el sentido (el pulpo, que en gallego llaman polbo, siente por ella la misma fatal atracción). Las lleva prendidas en su protuberante caparazón y va escogiendo las algas según apetencia y conveniencia. Tal espinosa y vegetal presencia, junto con la tonalidad oscura de la coraza, son características de la centola galega.

Aunque en la actualidad también dé gusto a sopas, rellenos o empanadas, aconsejo comerla previo un hervor, como recién salida de una ducha caliente…Tampoco varió a conceptuación culinaria de siempre sobre a centola.

Tan sensual, al menos, como la VIEIRA, esa gran señora de las rías gallegas, tan maltratada por los burdos fogoneros, en el comprensible aunque equivocado empeño de proteger sus encantos con innecesarios ropajes varios. Porque no los precisa. Se vale sola esta señora, lozana que es, voluptuosa ofreciendo el goce de su entraña enrojecida, fornido que tiene su fibroso músculo albo, encantos guardados entre el “peine de Venus”, también, miren que coincidencias, símbolo jacobeo.

Siendo fresca, que era la garantía de su galeguidade (esto ya no es así, ahora es congelada la etiquetada y oficialmente comercializzada), la simple y elemental lubricación con un aceite cabal, o con unas gotas de limón y vino blanco de las dichas uvas, es suficiente para encaminar la doncella al ara del gratinador, al que se entrega gustosa, consciente del supremo destino gastronómico que ha de proporcionar.

Hay quien las prefiere gozar por partes, en láminas marinadas, simplemente hervidas con el aliento de la cebolla o las finas hierbas (la cocina de la modernidad sí avanzó en el tratamiento de la vieira, controlando punto de cocción e ingredientes camufladores, ¡vade retro, pan rayado!). Debe saber el consumidor exigente que es propio de la vieira gallega, de ría adentro, tener la concha cóncava más pronunciada. Rotunda nalga, valor añadido pues…

Hay más, muchos más mariscos, para otras muchas alternativas. Aunque es un producto que viaja -lo hacía, dicen, ya a la Roma del Imperio, y desde luego, escabechado a la Inglaterra pre y victoriana- conviene acudir al origen y buscar en Galicia las piezas autóctonas. Solo así se puede garantizar el gozoso alcance del paraíso.

 

Barquilla de porcelana y nombre del amor

marisco-afrodisiacoDel latinista y profesor Moncho Baltar guardo algunos aportes que ilustraron las precedentes disquisiciones en una edición dedicada al asunto de aquella desaparecida revista, Andares Gozosos, que dirigía mediada la década de los ochenta del pasado siglo.  Nada anuncia mejor a Galicia que el nombre y la imagen de la vieira, capricho de criatura que la naturaleza dibujó para que el Arte no tuviera que imaginar todas las formas de la belleza, delicado alimento que los maestros cocineros no necesitan disfrazar, pagano objeto de creencias convertido en refinado símbolo de la peregrinación jacobea. Tiene razón el colaborador:

Sonoro nombre de diáfana etimología. Al lado de pecten “peine” (que conservó la terminología linneana: Pecten maximus jacobeus), los latinos acuñaron un expresivo concha Veneria, “concha de Venus”, innecesario decir que porque la hechura del marisco recuerda los genitales externos femeninos y puede ser asociado con la diosa del amor, doña Venus llamada.

Eliminando el sustantivo nodriza, el adjetivo se hipostasió en veneria, nombre que el tiempo “estropeó” (por evocar la plástica expresión de don Miguel de Unamuno) en el gallego vieira, cumplidas con escrúpulo las leyes de la fonética. De libro, que diría un castizo.

Vieira PeregrinaAlgunos piensan que la vieira terminó por convertirse en símbolo jacobeo cuando en principio no era sino un mero objeto utilitario o recuerdo típico del país visitado. Cumple discrepar de esta interpretación banal e intentar rebatirla con algún aparato erudito. La peregrinación, en efecto, tenía propósito espiritual y sus símbolos debían apuntar, al menos en origen, a realidades de hondo sentido cristiano. A cada uno lo suyo: los que la eligieron como símbolo de la romería jacobea eran creyentes, no técnicos en publicidad y turismo.

Para los antiguos las conchas de Venus tenían que ver con la fecundidad y se las suponía de propiedades mágicas: Apuleyo de Madaura, científico berrendo en mago, se vio ante los tribunales acusado de haber seducido a la rica viuda Pudentila con prácticas mágicas utilizando vieiras (Apología. N. 34.5), por aquello de las semejanzas y poderes simpáticos. De aquí debe arrancar la virtud curativa que les atribuye el milagro obrado con mandos a distancia por nuestro Apóstol en un caballero de Apulia, que cura de su mal de garganta tocado en ella con una concha de peregrino (Códice Calixtino. N. 11.12). Las ideas de vida y fecundidad podían trocarse en las cristianas de muerte y resurrección: la muerte es la que abre paso a la vida, paradoja central del Cristianismo. Esto explica que en los enterramientos cristianos de los primeros siglos se incluyeran en la argamasa conchas de vieira, indicadoras de su esperanza de que aquellos muertos si volverían a la Vida. La peregrinación consiste en andar hasta morir a uno mismo y nacer de nuevo a otra vida.

Encuentro todavía un par de conexiones de la vieira con la tradición jacobea: el bivalvo simula un sepulcro y era creencia popular desde la antigüedad romana que este animal navegaba usando de su valva como de casco (Plinio el Viejo, IX. 103) y la plana abierta, añade uno, a guisa de vela. O sea, traslación en barca del cuerpo de Santiago el Zebedeo y enterramiento venerando. Un amigo, poeta lírico y espíritu atentísimo a lo nuestro, intuye que las estrías de la vieira simbolizan los caminos todos que llevan al destino natural de lo humano. Acaso tenga razón -estoy contigo, don Ramón- que de vates es descubrir el sentido de las cosas.