La antigua mala fama de las tabernas

Vieja taberna

Pues resulta que, según cuenta la especialista del mundo mesopotámico, Elena Bassin, en el artículo “Note sur le `commerce de carrefour´ en Mésopotamie ancienne”, del que he extraído la información para este breve comentario, las tabernas, o casa de la tabernera o del tabernero, como también se las llamaba, acaso a veces con sus nombres propios o sus apodos, lo mismo que entre nosotros, tuvieron una gran importancia social y política en la Mesopotamia Antigua.

Eran el establecimiento donde se vendía la cerveza, frecuentemente elaborada por el tabernero o la tabernera, y también vino, que se importaba de Siria y la Cilicia y, en consecuencia, mucho más caro. Cerveza y vino, más el pan y el vestido y la casa y el aceite con el que se frotan los hombres, todos símbolos de la civilización. Pero también el conocimiento de la muerte, el decreto del dios de que, desde el seno de la madre, tal es el destino del hombre.

Las tabernas estaban situadas fuera de las poblaciones, en un lugar intermedio entre la ciudad y el campo, casi siempre en cruces de caminos, seguramente para aprovecharse de una mayor clientela, porque, como dice el refrán castellano, “taberna sin gente, poco vende”, y a las orillas de los canales y de los ríos, entre el Tigres y el Eufrates, tan importantes en las transacciones comerciales mesopotámicas. Como los bares de copas y los puticlubs de nuestras carreteras, anunciados con herraduras y siluetas de mujeres, resaltadas con luces de neón.

De esa situación excéntrica de la taberna da cuenta el gran  poema iniciático de Gilgamés, donde la tabernera Siduri ve llegar a su establecimiento, situado junto al mar e identificado por los emblemas correspondientes, una jarra y un tonel de cerveza, en el poema ambos de oro, a un viajero cubierto de polvo, vestido de pieles, tan inquietante que Siduri, temerosa y prevenida, se mete en la taberna y corre el cerrojo, y a la que el héroe amenaza con estas palabras: “Tabernera, ¿qué has visto que te ha hecho atrancar la puerta? Haré pedazos el batiente”.

Gilgamés acababa de cruzar los desfiladeros de los montes Mathu, vigilados por los hombres Escorpiones, guardianes de las puertas del Sol, a punto de abandonar el mundo luminoso de los hombres y sumergirse en la oscuridad, donde no brilla ninguna luz, ni al salir del sol ni al ocultarse, para desembocar en el Jardín donde los árboles no dan frutos, sino rubíes, y las ramas son de lapislázuli. Y ahora se encuentra frente a la taberna de Siduri para preguntarle cómo atravesar las aguas de la muerte, únicamente surcadas por el navegante Ursanabi.

Y cuando la tabernera conoce que Gilgamés huye de la muerte, ella, que se gana la vida con simples mortales, le recrimina por su loca pretensión: “No alcanzarás la vida que persigues. Cuando los dioses crearon a los hombres, decretaron que estaban destinados a morir y han conservado la inmortalidad en sus manos. En cuanto a ti, ¡oh Gilgamés!, llénate la panza; parrandea día y noche; que cada noche sea una fiesta para ti”.

Su taberna constituía un lugar entre el reino luminoso de los hombres y los peligros del mar, lo mismo que la taberna real, que se situaba entre la ciudad y la estepa o la ciudad y los ríos. Una posición periférica, alejada de los centros habitados, en las encrucijadas, lo que la convertía en un centro de vida social abigarrada e intensa, como las de las Guerras de las Galaxias, con el añadido de los efectos que causaba el consumo de bebidas alcohólicas.

«Los Borrachos» de Velázquez

Lo mismo que en mi ciudad natal adoptiva, durante mi juventud, cuando se daba una casi rígida estratificación espacial en la localización de los diferentes establecimientos de bebidas: los cafés y las cafeterías en el centro; los bares, si muy lujosos, también allí, pero en general más apartados; y finalmente las tabernas, en los barrios periféricos y en las afueras, y en general de fama equívoca, hasta el punto de que cuando nuestra pandilla se acostumbró a frecuentarlas, nuestras familias nos lo reprocharon.

Las tabernas eran también el lugar donde residían las prostitutas. Porque, como en la copla castellana: “Una puso una taberna/ para todo sorbedor, / la otra por más hermosa/ para atraer al putón”. Y, en el poema de Gilgamés, el salvaje Enkidu, a quien la diosa Aruru, tras mojarse las manos, moldeaba con la arcilla, se convertía en un ser civilizado, dejando de alimentarse de hierbas y de abrevar con las bestias, cuando una ramera del templo salía a su encuentro, descubría su pecho, desnudaba su cuerpo y, el hasta entonces salvaje, yacía con ella.

Por las tabernas merodeaban tipos sospechosos, fugitivos y conspiradores, que se aprovechaban de su posición excéntrica para encontrar diversión y refugio. En una carta, el rey de Asiría, Samsi-Addu, ordena a su hijo, Iasmah-Addu, gobernador de Mari, que detenga a un médico y unos funcionarios que han huido del palacio y se han ido a vivir a una taberna para darse un festín y probablemente conspirar. Y el código de Hammurabi ordena a las taberneras, que parece como que monopolizaban el negocio, a denunciar a quienes conspiraban en sus establecimientos,  condenándolas a muerte de no hacerlo.

De lo que resulta que la taberna ha debido jugar a veces un destacado papel político en Mesopotamia y seguramente en otros lugares. De hecho, la fundadora de la cuarta dinastía de Kish, Ku-Bau era una tabernera, y la prostituta Rahab, que intervino de manera determinante en la toma de Jericó, la propietaria de una taberna. Y el código de Hammurabi prohíbe a la Gran Sacerdotisa entrar en una taberna o tan siquiera abrir la puerta. Aunque acaso se debiera, no tanto a la mala fama de las tabernas, cuanto a que allí se vendían vino y cerveza y la gente se emborrachaba. Y seguramente cantaba coplas como esta del tango Tomo y obligo, de Carlos Gardel: “Tomo y obligo, mándese un trago,/ que hoy necesito el recuerdo matar;/ sin un amigo, lejos del pago/ quiero en su pecho mis penas volcar./ Beba conmigo, y si se empaña/ de vez en cuando mi voz al cantar,/ no es que la llore porque me engaña,/ yo se que un hombre no debe llorar”.

Taberna del Puerto. Comienzos del siglo XX