Impacto en Bergondo: ¡Manolete… ha muerto!

Hace pocos años, publiqué en LA CUEVA DE ZARATUSTRA una de esas crónicas de escritor vocacional que permanecían inéditas, como versos sueltos, en el olvidado carpetón de originales. Me aproximaba en ella a una figura mítica del toreo, cuya enorme dignidad había llamado mi atención como investigador de toda suerte de espectáculos, al escribir Cesáreo González, el empresario-espectáculo. Viaje al Taller de Cine, Fútbol y Varietés del general Franco (Taller de Ediciones, Madrid, 2003). La crónica tuvo éxito. Miles de entradas se sucedieron y aún hoy es uno de los textos más leídos de nuestra vieja Cueva.

Ahora, al promediar el mes de abril, cuando se cumplen 80 años de la proclamación de la Segunda República en España (1931), voy a recuperarla para la nueva Cueva, complementándola con un acompañamiento inesperado.

De pronto, leyendo las recientes y sugestivas Memorias de Medardo Fraile (El cuento de siempre acabar, PreTextos, Madrid, 2010) me encuentro con el impacto que produjo la muerte de Manolete ¡¡¡en la Galicia de Bergondo!!!. Esto es: en una tierra –la gallega- que cuenta con nutrida y más bien dispersa afición a los toros; pero donde el volumen de aficionados no puede compararse, en absoluto, con la popularidad extraordinaria de la fiesta total que he vivido en mis dilatadas estancias en los pueblos de Madrid o La Mancha, donde ese espectáculo desbordante resulta insustituible en el programa festivo de las localidades. Aquí, los encierros,  las capeas, la narración oral de lances y recortes, los comentarios acerca de la faena del matador, la bravura o la casta del hermoso animal, resultan incluso agotadoras para quienes –es mi caso- lo vemos con ojos de observadores poco participantes. Relatos y actividades van de la primera hora de la mañana, cuando se celebra el encierro, a las más altas horas de la madrugada, cuando se suceden las capeas o los encierros nocturnos. Pero el momento solemne se produce tras la copiosa comida familiar, en las primeras horas de la tarde, cuando entra en danza el matador profesional. El colorido de la plaza, el pasodoble, los aplausos, los pitos, los olés, la sangre y la arena, tienen un poder de atracción indiscutible. No entenderé nunca por qué tiene que llamarse fiesta nacional a ese formidable espectáculo de espectáculos, porque el rótulo patriótico (una vez más) sólo sirve para la confrontación con tirios y troyanos. No le añade nada y empequeñece el poderoso colorido de una fiesta total.

Manolete fue uno de esos grandes matadores profesionales de las cinco de la tarde; pero acaso la dignidad de este torero memorable, se manifieste con especial grandeza cuando se negó a entrar en la guerra de las banderas (republicana y monárquica) de España, confrontadas en la fiesta, llamada nacional. Cuando, estando a flor de piel las consecuencias trágicas de la guerra civil española, se presentó él –como magna estrella internacional del espectáculo- en uno de los centros más importantes del exilio republicano de los perdedores: la taurófila ciudad de Méjico. No hablamos, por tanto, de un acontecimiento marginal en la historia de la época. Y es por ello que el relato autobiográfico de Medardo Fraile, al traer a cuento la versión (informada, pero matizadamente distinta de la mía) de un paisano gallego sobre el suceso, me inclina a ofrecerlo, como complemento de mi propio texto.

Medardo Fraile y Alfonso Sastre en Bergondo

(El albergue universitario del SEU)

El relato autobiográfico de Fraile, por lo demás, tiene su propio interés. Al margen de los toros y de la muerte de Manolete. En primer lugar, por el desarrollo que alcanzarían después sus protagonistas.

Medardo, sin ir más lejos, tenía en 1947 veintidós años. Alfonso Sastre, su acompañante más célebre, uno menos. Madrileños ambos, optaron entonces por cambiar el “infierno” estival de su ciudad, por los aires gallegos de Bergondo. Se valieron para ello de su condición de universitarios y, por tanto, de integrantes del Sindicato Español Universitario (el SEU), que ya era único y obligatorio por entonces. Esa circunstancia y la notoriedad posterior que ambos alcanzarían en el mundo literario y, en el caso de Alfonso Sastre, también en la política y el nacionalismo vasco, da al relato una gracia especial. Nos informa, además,  con distanciamiento y sin el sectarismo habitual de los escritos circulantes sobre la Dictadura, de cómo era la vida en los campamentos de verano del SEU, en años en que el General Franco aún no las tenía todas consigo.

De aquélla, uno y otro, estaban interesados, más que nada, en escribir un teatro más experimental e intencionado que el que se daba a diario en los escenarios. Querían meterlo, además, en las salas más prestigiosas de Madrid (Inefable el relato de su vista al palacio del Pardo, citados por Carmen Polo, cuando buscaban su presencia y, en cierto modo ese patrocinio de la esposa y la hija del Generalísimo). Con Alfonso Paso o con nuestro paisano, el valdeorrés Lauro Olmo (al que dedica el memorialista páginas de gran hondura en este libro), nucleaban el grupo pomposamente denominado Arte Nuevo (1945). La evolución posterior de ambos fue dispar. Hoy Medardo cuenta con nombre propio en el mundo de las narraciones cortas, manteniéndose fiel a su línea de combate permanente Alfonso Sastre. De éste es bien conocida su beligerancia posterior contra el franquismo y, desde los años setenta, su compromiso con la llamada izquierda abertzale, residiendo desde entonces en el País Vasco.

Vayamos, pues, sin demora, a la Memoria de Medardo Fraile, en cuyo final comparece (por sorpresa) la dignísima figura de Manolete, el impacto de su muerte y el relato del paisano gallego sobre la guerra de las dos banderas españolas en el ruedo ibérico de la capital de Méjico.

NUESTRA ESTANCIA EN BERGONDO (AGOSTO, 1947)

por Medardo Fraile

Yo terminé ese verano de 1947 el primer curso de Comunes en la Facultad de Letras (de la Universidad de Madrid) con una asignatura pendiente —no recuerdo cuál—, y a Alfonso Sastre, José López Rueda, excelente estudiante de griegos y latines, y a mí, nos tentaron con la oferta de pasar cerca de un mes en el albergue universitario de Bergondo (La Coruña), que dependía del SEU. El 14 de agosto salimos en un tren que no acababa nunca de llegar y, por fin, asomado a una ventanilla oí a un niño de meses que lloraba como todos y a una mujer cavando en un jardín que le decía a alguien con delicioso acento: —¡Filipe…! Aquí chora o neno... El albergue era un chalet al borde de una carretera local que a nosotros nos llevaba a Sada y a Betanzos, con un pequeño patio en el que se izaba y arriaba bandera todos los días, un comedor amplio y unas salas habilitadas para dormitorios con abundantes literas. Alrededor, árboles añosos y campos de cultivo abonados con patexio, que impregnaba el aire con fuerte olor a marisco podrido. Nos proveyeron de suéteres blancos con el águila del SEU en el pecho y nuestra vida diaria era soportablemente paramilitar, con marchas por la carretera cantando que «los luceros» (los caídos) estaban presentes, o se reflejaban, en «la piel de la ría», etcétera, con guardias solitarias de noche supuestamente armados con un fusil ametrallador oxidado y viejo, y dos horas elásticas de «formación política», sentados en corro en el suelo del patio, alrededor del instructor y jefe del albergue, Jaime Suárez. De la noche que hice guardia, no olvidaré nunca la belleza turbadora del amanecer, que libraba una batalla igualada y lentísima con la luz, denso, verdoso, con goterones de humedad espaciados como cuartos de hora de relojes antiguos y, muy lejos, sirenas quejumbrosas, ciegas, de pesqueros ateridos de frío o agonizantes en un mar oscuro.

Medardo Fraile en aquellos años. La foto está tomada en La Mancha. El autor aparece a la derecha, cogiendo del hombro a Rafael Sánchez Ferlosio. A la izquierda otro amigo de ambos: Ignacio Aldecoa

El Pacto y la Desconfianza Ibérica

Nos encontramos allí en convivencia con una escuadra de las «mozedades» portuguesas, los alevines de Salazar, impecablemente vestidos de uniforme y dispuestos a dejar constancia de su desconfianza y superioridad con respecto a sus vecinos desarrapados de España, novatos en dictadura. Participaban en las charlas de Jaime Suárez, seguidas de coloquio, y, en general, recelaban de cualquier sentimiento de intimidad o hermandad excesivos entre su país y el nuestro. Un estudiante pontevedrés que estaba con nosotros había curioseado por puro azar —decía— una carta que el jefe de los portugueses había escrito a su padre, en la que leyó esta frase: Eu sou o herói do albergue.

Asistimos a las alegres fiestas de Betanzos, con su enorme globo aerostático en la plaza, y a las de Os Caneiros, en la ría; nos enamoramos del idioma galaico en charloteo con las Maruxiñas y descubrimos la peligrosidad de las mareas navegando en una barca de remos.

Conocimos al Pequeño Ducay, al estudiante de Filosofía Tomás Ducay, muy aficionado al cine, que fue buen amigo aquel verano, y después, y acabaría en la Universidad Nacional de Colombia, en Bogotá, de profesor de Metafísica; un jovencito de ojos azules, pálido, que no aportaba otra cosa que su compañía, pero nos tenía querencia y escuchaba gustoso y sonriendo lo que decíamos y al que, después de Bergondo, no volvimos a ver. Su nombre era Jesús Aparicio Bernal y fue director general de Televisión en las postrimerías del régimen de Franco. Y también al que había sido compañero de estudios de López Rueda, Fernando de la Granja, un joven que confundía importancia con inoportunidad, pedantería, pudibundez y palabras en desuso. Iba ya entonces para Dómine Cabra y acabó siendo un buen arabista y académico de la Historia. Fue el discípulo más próspero, sin duda, del gran maestro don Emilio García Gómez y, en aquellos tiempos juveniles, su humor era de señorita tonta, pero evolucionó y acabamos siendo muy buenos amigos y teniéndonos respeto y gran afecto. En aquella época era la encarnación de Cecil Vyse, el prometido de Lucy en la novela A room with a View, de Forster.

¡De pronto, el “Manolete…ha muerto”!

En las charlas de Formación Política, empezó Alfonso Sastre a plantear cuestiones difíciles, aunque lógicas y bienintencionadas y sin más doctrina, entonces, que la católica —nunca he sabido si con misa o sin ella—, y al criterio bastante liberal de Jaime Suárez (falangista de izquierdas) le parecieron lo que realmente eran: atractivas y nada sospechosas.

No sé si fue el 28 o el 29 de agosto, cuando viajaba yo —supongo que a Bergondo— en el techo lleno de cestas, gallinas maniatadas, maletas y bultos de un autobús destartalado, cuando me llegó desde abajo la noticia de que Islero, un toro de Miura, había matado a Manolete en Linares. La conmoción en el autobús fue tremenda. Era un atardecer sin brisa, caliente y húmedo, con el sol reacio a desaparecer, y unos a otros indagábamos a voces, con descreimiento, si era verdad que un toro, por miureño que fuera, había sido capaz de matar al «monstruo», al hombre más templado que había pisado cualquier plaza de lidia. Yo lo había visto poco antes torear en Madrid, cumpliendo tranquilamente su tarea con un puntazo en la pantorrilla, que le estaba sangrando. El viejo campesino gallego, «nada andaluz», que viajaba en el techo conmigo, comentaba con admiración cómo, en la capital de Méjico, tuvieron que arriar la bandera republicana en la plaza y sustituirla por la nacional, porque el diestro se negó a hacer el paseíllo si no la quitaban. Y cómo, a pesar de eso, los exiliados de la guerra civil se rindieron ovacionándole por su bravura y su arte de español legítimo. La noticia de la muerte de Manolete constituyó una sed, un calambre, un pasmo que recorrió la piel de toro de arriba abajo y fue pasto de periódicos, conversaciones y silencios durante días y días.

HISTORIAS MAL CONTADAS:

MANOLETE, ARTISTA-INTERNACIONAL

Por José Antonio Durán

Al mismo tiempo que la incursión armada antifranquista en el Valle de Arán naufragaba (octubre, 1944), Francesc Cambó se hacía preguntas como ésta:

«Ante el próximo mano a mano de Manolete ¿quién piensa en aventuras monárquicas, proyectos revolucionarios, intentonas militares?».

El viejo nacionalista catalán residía en Buenos Aires, pero su información acerca de la temporada en Barcelona era excelente. Como en Valle-Inclán, el Dietarí de Cambó convertía el ruedo ibérico barcelonés en metáfora de la vida española.

Manolete y Domingo Ortega

Tras pasar por taquilla, vencedores y vencidos en la guerra civil, derechas e izquierdas, ricos y pobres, satisfechos y protestatarios, ocupan en la plaza posiciones respectivas. «Los primeros tienen por ídolo a Manolete y se sitúan preferentemente en los tendidos de sombra; los segundos tienen por ídolo a Domingo Ortega y se sientan sobre todo en los tendidos de sol».

La tarea de los diestros y la pasión del ambiente descarga tensiones. Prensa, radio, revistería, compiten en mantener latente el mano a mano… hasta próxima ocasión.

El general Franco ni siquiera inventó el ingenioso mecanismo.

Ante el previsible incremento de acometividad del maquis en la frontera francesa, desplazó como capitán general de Cataluña a Moscardó (1943-1945), jefe de su Casa Militar, delegado nacional de Deportes (una clave de la política de espectáculos). Pedro Balañá, como empresario, sólo encontró facilidades en José Flores, Camará, apoderado de Manolete. Mantener vivo el negocio importaba a todos. En realidad, más que en programar sucesivos mano a mano lo que les importaba era disponer del diestro, porque –en los años cuarenta- la fiesta era él… y los demás.

Así las cosas, la pasión y la frecuencia de corridas aumentó incesante. No sólo en Barcelona.

El fenómeno Manolete

Tampoco Manolete era invención del Generalísimo. Producto del ambiente cordobés de 1917, hablamos del hijo que cabía esperar de la madre que lo parió: Angustias Sánchez. «Nieta, hija, hermana y cuñada de toreros, casó con otro espada, Lagartijo Chico; enviudó, para matrimoniar por segunda vez con otro coletudo: Manolete I«. De este matrimonio nace Manuel Rodríguez.

Sus padres lo llevaron a estudiar con los jesuitas y fue un cruzado más de la causa que condujo a la República a decretar la disolución de la Compañía de Jesús. Movilizado a favor de esa clase de contra absolutista en el sector de los nacional-católicos, sirvió órdenes del general Franco desde el primer momento.

Hechura de si mismo, Manolete se irá convirtiendo -toro a toro- en producto selecto del Nuevo Estado. La utilización política se le vino encima tarde, y por añadidura.

El No-Do

Bastaría anotar los metros de celuloide que No-Do fue metiendo (a partir de 1943, de manera progresiva y obligatoria) en todos los cines españoles, para fechar la transición.

Pasando de la nada al señoreo de esos «informativos», imágenes y transmisiones radiofónicas operaron la segunda parte del prodigio. El diestro pasó a convertirse en uno de los pocos productos que el franquismo podía vender en el mundo a través del mercado de la información. Un capitalazo, dada la peculiar geografía taurófila y la importancia que los EE.UU. estaban llamados a tener al confirmarse la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial.

Había un serio escollo, sin embargo. Afectaba de lleno a la capital americana de la tauromaquia.

Manolete entrevistado por la voz del No-Do y Radio Nacional de España: Matías Prats

Otro mito antifranquista

(Las relaciones España-México)

El llamado pleito taurino entre España y Méjico fraguó en la República. Desde 1936, a pesar de la inequívoca posición de Lázaro Cárdenas a favor de ella, el intercambio de espadas mexicanos con cualquiera de las dos Españas beligerantes resultó imposible. En 1944, cuando la ciudad de México se disponía a ser capital y territorio de asilo de la España vencida, el pleito parecía insoluble. Mas es lo cierto que ese mismo verano del 44 Manolete alternaba con un torero mejicano de segundo nivel: Carlos Arruza. El acontecimiento tuvo lugar en Lisboa (4 de junio). Parecía normal e irrelevante; pero era un tanteo de límites de enorme repercusión política. Como tantas veces, con Portugal de por medio.

Portugal, que llevaba los asuntos de la España de Franco en Méjico, acogió las delicadas negociaciones «sindicales». Fueron de máximo nivel. Con Nicolás Franco (hermano del Generalísimo, embajador de España en Lisboa) de por medio, tuvieron desenlace rápido y sorprendente. Carlos Arruza (con vestimenta cedida por Manolete) se presentó en Madrid en la corrida conmemorativa del Alzamiento Militar del 36 (18 de julio). ¡Un éxito, orquestado al unísono por todos los medios de comunicación! Siete días después, en Barcelona, el torero de Méjico permitía reproducir (pero esta vez a escala de la política y la tauromaquia internacional) los mano a mano del «interior». ¡La locura!.

Arruza / Manolete

Manolete y Carlos Arruza

Desde entonces, en sólo tres temporadas, Arruza y Manolete se encontraron mano a mano en la arena española nueve veces; pero otras cuarenta tardes animaron el mejor cartel de los posibles. Los deseos de presenciar aquel espectáculo en la capital azteca pueden suponerse. Era -qué duda cabe- lo mejorcito que un empresario de espectáculos podía ofrecer en cualquier lugar del universo. Con éxito económico garantizado, para más. Pese a lo cual, como forma de presión política, la salida al exterior de aquella mina de oro se retrasó de manera significativa…

El acuerdo del verano del 44 duró tres temporadas. Hasta el verano de 1947. ¡Qué casualidad! Los únicos años que dieron presencia en la vida política internacional al exilio antifranquista radicado en Méjico.

Muy contestado desde distintos sectores, españoles y mejicanos, ese lapso coincide con la consagración internacional del torero cordobés y con el arranque de la mexicanización popular de España a través de los más variados espectáculos. Para la Asociación de la Prensa de Madrid la presencia de Manolete en la capital mejicana (a partir de diciembre, 1945) marca un hito en la normalización exterior del régimen del general Franco, y un chiste mexicano del 47 mostraba al generalito español escamado de que la popularidad de manitos como Cantinflas, Jorge Negrete o Carlos Arruza, tras haber borrado la memoria de los ídolos políticos españoles de la República, llegara a mellar la suya…

Suanzes y Martín Artajo

El nuevo equipo ministerial decidió la salida del diestro en el momento más delicado del franquismo (otoño, 1945). Juan Antonio Suanzes, en su faceta de responsable del comercio exterior, y Martín Artajo (no sólo como ministro de Exteriores, sino como hombre fundamental de Acción Católica), hicieron sumamente selectivas las salidas. En los lugares conflictivos se limitaron a artistas de máximo nivel e inequívoco significado político. Los empresarios mexicanos hicieron lo demás.

Manolete fue objeto de delirante recepción popular, rebasando las previsiones más optimistas. Su enorme dignidad artística y humana en ningún momento iba a defraudar semejante expectación. El conflicto de las dos banderas, por ejemplo, aún hoy se puede leer en la historiografía afecta al franquismo, pero debe matizarse desde la perspectiva del torero.

La guerra de las dos banderas

Está claro que él torero no podía ser distinto de sí mismo, porque era hijo de su propio historial.

Jamás se negó, pese a ello, a recibir el homenaje de los españoles exiliados (y éstos -en general- pusieron empeño en alimentar con su propio aplauso el entusiasmo españolista que el éxito de su compatriota despertaba). No podían consentir que Franco también se apropiara en exclusiva de esa emoción.

Tras leer en distintas fuentes, el razonamiento de Manolete parece acorde con lo cabía esperar de él.

«Señores míos: si se trata de celebrar mis éxitos en la plaza, sobran todas las banderas». Falta decir que él, dado su personal significado, era de por sí una bandera..

La suerte final

Se mantuvo mexicanista hasta el último aliento, a pesar de la posición de su Gobierno. Roto el acuerdo del 44, la muerte de Manolete empantanó el pleito taurino nuevamente. En el entierro, sin embargo, tras la corona de la Córdoba natal, un torero mejicano llevaba «la ofrenda de la Unión Mexicana de Matadores cruzada por la bandera de México con una estampa de la Virgen de Guadalupe»; otro, la corona de la afición, y Armando Chávez Camacho, una ofrenda con listones negros, «testimonio del duelo de la prensa, los empresarios y ganaderos de México».

Este Chávez, periodista de los Universales, ligado a la Editorial Jus de los católicos mejicanos más afectos al franquismo, vino a España en misión de prensa.. Debía investigar para los católicos hispanos de Norte y Centroamérica la situación carcelaria. Más que benévolo en este punto, se mostró muy duro con el ministro Girón de Velasco, acusándolo de la ruptura unilateral del pleito taurino.

Sólo en su visita al palacio al palacio del Pardo comenzó a entender el trasfondo del conflicto. Allí, entre abrazos y recuerdos de máximo nivel para los grandes empresarios mejicanos del espectáculo, Chávez se entrevistó con el general Franco. Estuvo locuaz: «Yo, que fui buen aficionado a los toros cuando era persona, se lo dije a Girón: Para qué aceptaste intervenir en eso. Debe torear el que guste al público. Esa es la solución».

* * *

Fallecido Manolete, los toros ya no podían dar más de si. De ahí que volvieran a ser asunto de empresarios. Para más, la muerte trágica del espada redondeó (con el ejemplo de Méjico, precisamente) su mejor faena internacional.

El ruedo ibérico, con la sangre fresca vertida en la arena, troca en espectáculo estratégico acorde con la nueva escenografía mundial. En ese momento, cuando la paz armada de los bloques antitéticos comenzaba, uno de los grandes rotativos de Occidente escribió en inglés:

Es difícil que un anglosajón entienda el motivo por el que los hombres lloraban en las calles de Méjico. Por qué los altares de muchas casas particulares lucían colgaduras negras. O por qué los cines suspendían su programa para proyectar, una y otra vez, fragmentos de la vida de un desconocido para la mayoría de los anglosajones. Su Patria le llora desconsolada y le llora Méjico, Ecuador, Perú… En todo el mundo hispánico el pueblo tiene la sensación angustiosa de haber perdido a alguien que le proporcionó una excitación gloriosa y patética. Un espectáculo de muerte y de valor, que es el enemigo de la muerte.