Nicolás II Romanov, zar de todas las Rusias, al que los revolucionarios llamaban proféticamente “el último”, había abdicado el 15 de marzo de 1917 en Pskov. Desde entonces, Nicolás, su familia y algunos criados habían permanecido prisioneros, primero en el palacio imperial de Zarsköe-Selo y después en la ciudad siberiana de Tobolk. Finalmente, el 17 de abril de 1918, Nicolás II, la zarina Alejandra, las cuatro jóvenes archiduquesas, el hemofílico zarevic Alexis, un médico, una camarera, un camarero, un cocinero y la cachorrita Jemmy de la archiduquesa Tatiana entraban en la que iba a ser su última prisión, la cantina Ipatiev, oficialmente denominada “Casa del objetivo especial”, en Ekaterinburg, una población de los Urales dominada por los bolcheviques y amenazada por la tropas Blancas.
Tres meses más tarde, la noche entre el 16 y el 17 de julio, el comandante de los Guardias Rojos encargados de la vigilancia de los presos, Jacob Jurovskij, miembro del Presidium del Comité Ejecutivo del Soviet de los Urales, Comisario para la Justicia de la zona y autoridad de la checa local, despertaba al médico de los Romanov, el doctor Botkin, para que a su vez lo hiciera con los otros, bajo el pretexto de que había agitación en la ciudad y que tenían que trasladarse al piso de abajo por motivos de seguridad. En hacerse el cambio se tardó una media hora. Nicolás llevaba en brazos al zarevic Alexis, a quien la hemofilia apenas le permitía moverse, y los otros transportaban cojines y pequeños objetos.
La habitación a la que los trasladaban tenía los tabiques de madera –la habían escogido precisamente por eso, para que no rebotaran las balas en las paredes- y había sido vaciada previamente de todos los muebles, por lo que la zarina exclamó al entrar: “Cómo, ¿ni siquiera hay una silla donde sentarse?” Entonces el comandante ordenó traer dos. En una sentaron a Alexis y en la otra lo hizo la zarina. Los demás, siguiendo instrucciones del comandante, se colocaron en fila.
Cuando entró el pelotón de fusilamiento, que esperaba en una habitación vecina –doce guardianes armadas con pistolas Nagant de grueso calibre-, el comandante se dirigió a los prisioneros y les informó que, puesto que la ofensiva europea contra la Rusia Soviética continuaba, el Comité Ejecutivo de los Urales había decidido ejecutarlos. Nicolás miró primeramente a su familia y luego se dirigió al comandante, exclamando “¡Pero que dice!”. El comandante repitió rápidamente la sentencia y ordenó al pelotón que se preparara. A cada uno de sus componentes se le había asignado un blanco concreto y con instrucciones para que dispararan al corazón con el fin de evitar el derramamiento de sangre y acabar rápidamente. El tiroteo duró unos dos o tres minutos y en la calle un camión con el motor en marcha impedía que se oyeran los disparos y los gritos de los ajusticiados.
Con las primeras descargas murieron inmediatamente Nicolás, su esposa, una de las hijas, el camarero y el cocinero; Alexis, tres de sus hermanas, el doctor y la camarera seguían vivos, por lo que hubo que rematarlos. El comandante estaba sorprendido, no sólo porque no hubiesen muerto todos con las primeras descargas, sino también porque las balas de las Nagant habían rebotado. Cuando intentaron rematar con la bayoneta a una de las archiduquesas, no se pudo perforar el corsé. Por ese motivo pasaron unos veinte minutos en todos los trámites. Luego llevaron los cadáveres, uno a uno, al camión, en el que habían extendido una lona para que no gotease la sangre. En esos momentos, algunos guardias iniciaron el saqueo, por lo que hubo que poner de vigilancia a tres camaradas de confianza mientras se completaba el traslado de los cadáveres. Y, con la amenaza de fusilamiento, todo lo que había sido robado fue restituido: un reloj de oro, una pitillera de diamantes, etc..
Aproximadamente a las tres de la madrugada partieron hacia el lugar donde estaba previsto hacer desaparecer los restos de los asesinados. En el campamento esperaban unos carromatos y veinticinco hombres a caballo. Mientras trataban de localizar la mina donde iban a arrojarlos, volvieron los saqueos y hubo que poner centinelas y volver a amenazar con fusilamientos. Entonces se descubrió que Tatiana, Olga y Anastasia vestían corsés especiales. Entre tanto, y como no se localizaba la mina en los mapas, el comandante mandó hombres a caballo para que la encontraran. Cuando volvieron sin haberla hallado, ya amanecía. Y como el camión se había atascado entre los árboles, hubo que llevar a los cadáveres en los carromatos.
En medio de un bosque cercano al poblado de Koptjaki descubrieron una mina abandonada de unos dos metros y medio de ancho. El comandante ordenó desnudar los cadáveres y encender una hoguera para quemarlo todo. Al quitarle las ropas trabajosamente a una de las archiduquesas, observaron, a través de los agujeros del corsé causados por las balas, el resplandor de unos diamantes, que hicieron brillar de codicia los ojos de los sepultureros. Ante lo cual, el comandante despidió a la compañía y se quedó con unos guardias y cinco miembros del pelotón de fusilamiento de su confianza.
Desnudados los cadáveres, se encontraron diamantes por un peso de más de seis kilos; la zarina Alejandra llevaba ceñido un cinturón de perlas y del cuello de las archiduquesas colgaban amuletos con el rostro de Rasputín y una plegaria de su invención, acaso de las que rezaba para frenar la hemofilia del zarevic. Se guardaron todos los objetos de valor en una bolsa, se quemaron las ropas y todo lo demás y se bajaron a la mina los cuerpos desnudos. Y luego, con bombas de mano, se provocó el hundimiento de la mina.
Todo lo anterior se ha sabido con tanto detalle por la publicación de un informe redactado en su día por el comandante del pelotón de fusilamiento y dirigido a las autoridades superiores, que había permanecido en los archivos secretos soviéticos hasta la apertura de los mismos después de la llegada al poder de Gorbachov.