-Pues ahora, Silvia, te toca. El resumen de tu próxima conferencia –Valerio la metía prisa para volver a lo suyo.
-¿Te parece necesario? –preguntó ella.
-No. Contingente. Pero es en lo que habíamos quedado –le recordó Valerio.– ¿De qué dijiste que ibas a tratar?
-Respecto al vínculo entre irresponsabilidad y secretismo.
-¿Apuntando a algún asunto de actualidad? –le pregunté para que se retratara.
-Sí, pero no. Ya lo verás. En cualquier caso, es un adelanto.
-¿Y cómo te lo planteas? ¿Con ejemplos, como el de los asesores anónimos para la pandemia o los cien para la reactivación económica? Y cuyos nombres las autoridades se resisten a hacer públicos, aun contra la exigencia del portal de transparencia -seguí pinchando.
-¿Has dicho cien? –me preguntó sorprendida.
-Sí. ¿Por qué te asombras? Ya sabes que aquí todo se hace a lo grande.
-¿¡Pero es que cien!?
-Un pastón. Es verdad. Mas aún cuando debe ser para dar un sueldo a amiguetes; ya que nadie en su sano juicio nombra cien asesores para nada, de no ser que se quiera volver loco con noventa y tantas opiniones distintas y enfrentadas.
-¿Y cómo te lo planteas?
-Metafóricamente, mediante el mito de Giges y el anillo.
-¡Qué interesante! ¡Cuenta, cuenta! – y David, tras la exclamación, se sirvió un vaso de agua.
-Antes de que empieces, y dada tu amabilidad, supongo que tendrás el detalle, para mi y para todos los que no conocemos el mito, de contarlo en sus rasgos y detalles más significativos –me apresuré a pedírselo, antes de que pasara de nosotros y no poder seguir sus explicaciones.
-Por supuesto. Yo se lo voy a exponer a unos oyentes que seguramente lo desconocen. O sea, que seréis mis conejillos de indias.
-Encantados –la dije.
-Aunque seguro que Valerio y David conocen la historia.
-No te creas. Porque cuando la leí por primera vez, hace ya no sé cuanto, fue fijándome en las inverosimilitudes del relato -se disculpó Valerio.
-¿Cómo cuales?– preguntó Silvia, claramente interesada.
-No me acuerdo muy bien –Valerio se escaqueaba.
-¿Danos algún ejemplo? –Silvia insistía.
-Pues que Giges no se sorprendiera de que el anillo del gigante encajara inmediatamente en su dedo y que fuese, al moverlo involuntariamente, cambiándolo de posición, cuando se apercibió de que los que le acompañaban, lo mencionaban como si no estuviese presente; y deduciendo, no me preguntéis cómo, que se había vuelto invisible por haber cambiado la posición del anillo.
-¡Anda que tú! A la hora de hilar fino no te gana nadie –le reprendía David.
-¿Fino dices? Más bien poco, puesto que no supe explicar como averiguó que esa invisibilidad se la debía al haber cambiado involuntariamente la posición del anillo.
-¡No entiendo nada! ¿De que estáis hablando? –les dije.
-De nada. Olvidémonos del exquisito de Valerio. ¿Y cual de los versiones has escogido, porque creo que hay varias; y no pensarás citarlas todas? – David lo preguntaba.
-¡Ya nos estáis dejando a un lado! Y hablo en nombre también de Enrique. ¿O tú sí conoces la historia de Giges?
-No. Yo como tú. ¡La primera vez que oigo ese nombre!
-Pues ya sabes –me dirigí a Silvia. -Que no les cedemos la vez.
-Me parece muy bien. Que la cuente para todos y así, a quienes la conocemos de antes, nos refrescará la memoria –David se puso de nuestra parte.
-¡Vamos, vamos! Que es para hoy -la apremió Mercedes.
-Voy a empezar con la versión de Herodoto.
-¿Das por supuesto que tu audiencia sabe quién es Herodoto? –preguntó Valerio.
-No sé qué decirte. ¿Tú piensas que no?
-¡Como no sea que lo pregunten mucho en los concursos de televisión! –Valerio no las tenía todas consigo.
-¿No sería tal vez mejor que contara la versión de Platón? –Silvia ofrecía esa alternativa.
-Tampoco estoy muy seguro de que se le conozca. No obstante, su nombre sonará como el de un autor de la Grecia Clásica, vinculado con Sócrates
-En cualquier caso, Silvia les va a contar la historia de Giges. No va a dar por supuesto que la conocen –intervino Mercedes.
-Pues, si es así, sigue. Cuéntanosla ahora a nosotros.
-¡Pero vosotros sí sabéis por qué Trasímaco la cita en los comienzos de La republica!
-¿Qué quieres que te diga? –le dijimos Enrique y yo, uno tras otro.
-No des por supuesto nada, ni con nosotros ni con el auditorio al que se lo vayas a exponer; y cuenta lo que sea como si te dirigieras a desconocidos que no saben nada.
-Es decir, como yo –dije.
-No sólo. Para ti, para ellos y para nosotros. Cuéntanoslo como si fuéramos unos extraños –fue la recomendación de Valerio a Silvia.
-Pues que uno de los personajes del diálogo
-¿Qué diálogo? –le pregunté
-El de la República, donde Trasímaco afirmaba que la justicia no era sino el interés del más fuerte; lo que confundía a los otros participantes; hasta que Glaucón se adelantaba para hacer de abogado del diablo; imaginando una situación ficticia en la que las barreras sociales eran transgredidas y, no obstante, se evitaban los castigos. Ejemplificándolo con el mito de Giges; es decir, el de uno que podía hacerse invisible a voluntad.
-¿Y eso? –pregunté, confundido.
-¿Tienes por ahí la República de Platón? –le pidió Silvia a Valerio.
-¿Acaso se te ha podido ocurrir que no la tuviera? –le pregunté.
-Sí. Realmente, a veces se me va la olla. ¿Me la puedes dejar?
-¿No nos la irás a leer? –le dije, temiéndomelo.
-¡Que va! Sólo para guiarme –nos explicó Silvia
-Pues espera, que voy a buscártela –y, en un pispás, Valerio ya estaba de vuelta, con la República de Platón en las manos. -¿Tienes la referencia de lo que buscas?
-Sí, claro. Del libro segundo ¿Y tú la tenías en la mesilla de noche?
-No. En la estantería. Con los libros que suelo consultar. ¿Dos qué?
-Dos tres. Y pásamelo para que lo lea.
-O sea, ¡que sí la vas a leer! –insistí.
-¡Qué pesado! Que no. Que os voy a resumir la historia de Giges guiándome por la traducción de Fernández-Galiano y Pabón para no dejarme nada significativo en el tintero.
-¡Pues venga! Que nos tienes a la escucha. Y tú, Luis, refrénate y no interrumpas a cada palabra. Empieza –y Mercedes, ordeno y mando.
-Como Luís no interrumpa, no va a haber emoción -comentó Enrique.
-¡Como que no! Ya lo verás. Si es que a Silvia le da por empezar.
-¡Que ya va! Que estaba echando una ojeada en el diálogo para hacerme un idea de lo que excluir y lo que mantener.
-Tú tranquila. Que esperamos lo que sea. Que no hay prisas. Que siempre podemos quedarnos a dormir en casa de estos –Mercedes de su parte.
-No se dónde. Que solo hay dos camas. Y ni Valerio ni yo estamos dispuestos a compartirlas. ¿Si os valen los sillones?
-¡Qué amable! –me dijo Mercedes con ironía. -¡Pero, bueno! ¡Quieres empezar de una vez! ¡Que estos no nos ofrecen ni un rincón para dormir!
-¡Que sí! Que empiezo. Que Giges era un pastor al servicio del rey de Lidia. Y que el que todos sabemos no pregunte por dónde cae –Silvia me señaló sin apuntarme.
-Y que la conferenciante no mencione a Luis; porque, si no, lo comido por lo servido -y David se aprovechaba para soltarnos uno de sus refranes.
-¡Os queréis callar de una vez para que pueda seguir! Que estando, en el campo con el rebaño, sobrevino un gran temporal, seguido por un terremoto; abriéndose la tierra y apareciendo una grieta allí donde Giges se encontraba. Quien, descendiendo por la hendidura, se encontró un caballo de bronce con ventanucos; por uno de los cuales vio el cadáver de un gigante, con un anillo de oro en uno de sus dedos. Así que se metió en el caballo, cogió el anillo y salió a donde el rebaño. ¿Sigo? –nos preguntó Silvia.
-¡Pues claro! Si hasta ahora no hemos visto las supuestas propiedades prodigiosas del anillo. Que a ver cómo las descubrió, puesto que el único que podía informarle había estirado la pata –les dije.
-Las descubrió, como quien dice, de chiripa. Bueno, como no podía ser de otra manera, porque el único que habría podido informarle era el gigante, si lo sabía, quien estaba, como tú mismo has dicho, a tu manera, muerto –nos explicó Silvia.
-Déjate de hacer cábalas, que ya Valerio se ha referido a las inverosimilitudes del relato. Así que al descubrimiento de las Américas –la apremiaba David.
-Que también fue de chiripa –me metí por medio
-¡Pero Giges solo había salido a pastar a las ovejas! –nos recordó Mercedes.
-Sí. Y se encontró, sin esperárselo, con el anillo que, sorprendentemente, como señaló Valerio, aun quitándoselo al dedo de un gigante, se ajustó al suyo perfectamente.
-Pero no en la posición en la que se habría vuelto invisible; lo que, por otra parte, él, por sí mismo, nunca lo habría descubierto. Serían otros, por activa o por pasiva, los que tendrían que hacerlo y él por derivación.
-De no ser que se estuviese mirando al espejo y, que de repente, por haber movido el anillo, desapareciera del cristal –les dije.
-¡Para que luego digáis! –me valoró Silvia.
-¿Y cómo fue? –David lo preguntaba, pero sólo por adelantarse a los demás.
-Os lo resumo.
-¿También lo cuenta Platón en La república? –volvía a preguntar David.
-¡Pues me vas a decir, si no, cómo lo iba a saber yo!
-¿No nos has dicho que también lo hace Herodoto?
-Sí. Pero yo lo estoy leyendo en Platón.
-¡Pues veamos cómo fue el descubrimiento! ¿También por casualidad?
-¡Y tanto! ¿No acabas de decir que el único que habría podido informarle, el gigante, había muerto.
-¿A causa del terremoto?
-¡Mira tú! Eso no se cuenta ni en La república ni, que yo sepa, en las Historias de Herodoto.
-Entonces, a lo nuestro. ¿Cómo Giges averiguó las propiedades del anillo que llevaba en el dedo y del que no le había sorprendido que redujera su tamaño, ajustándose al suyo como la cosa más natural del mundo? ¡De modo que ya nos estás informando! –Enrique lo reclamaba.
-A eso voy –le dijo Silvia. –Resulta que los pastores se reunían todos los meses, antes de ir a informar al rey acerca de los rebaños. Y a la reunión fue Giges con el anillo en el dedo, sin conocer sus extraordinarias propiedades. Y estando con los demás, inadvertidamente dio la vuelta a la sortija e inmediatamente dejaron de verle quienes le rodeaban.
-¡Y no echaron a correr, despavoridos, al verlo desaparecido; así, de repente! –no me pude contener.
-Pero Giges, que es el que nos importa –le corté-, ¿cuándo y cómo se enteró?
-Cuando los otros pastores se pusieron a hablar de él como si no estuviese con ellos –nos dijo Silvia.
-Poniéndole a caer de un burro –añadí.
-O poniéndole por las nubes. Que da lo mismo. Que lo único que importa es que hablaban de él como si no estuviese presente.
-¿Y no se puso a gritar: ¡que estoy aquí; que estoy aquí!
-Ya ¿¡Y a que a todos les diera un infarto!? Pues no; hasta que descubriese la relación que había entre la posición del anillo en su dedo y la invisibilidad.
-Y eso ¿cuándo fue?
-¡Ni idea! Sólo que en algún momento sería. Y, como habría dicho Trasímaco, no dejó pasar la oportunidad –nos anunció Silvia.
-Pues ya lo estás contando o leyéndolo en el libro –le exigimos todos por boca de Mercedes.
-Mejor lo leo. Que en cuanto supo que el anillo lo convertía en invisible poniéndolo en una posición determinada, se las apañó para colarse en la comisión que iría a informar al rey. Y ya allí, sedujo a su esposa y con su ayuda mató al soberano, apoderándose del reino. Y eso es todo. ¿Qué os parece?
-Que, por lo que yo recuerdo, la versión de Herodoto era más folletinesca. Con un Giges amigo del rey, obsesionado con la belleza de su esposa y queriendo que todos lo admitieran, también Giges; peo desconfiando de sus palabras, quiso que la viera desnuda, por aquello que decía Heraclito.
-¿¡ Y qué decía ese caballero!? Porque sería un varón.
-David, te toca.
-A mí ¿por qué?
-¿Es que entre tus frases ¿no están los dichos de Heráclito?
-¡Mira que eres malvado! Pero no las tengo en mi repertorio. Así que ya la estás diciendo tú.
-Pues algo así como que los ojos mejor testimonio que los oídos.
-Lo que traducido a las obsesiones del rey
-Eso quiero que me digas
-¿Quién, yo?
-¿Alguno de vosotros quiere echar una mano a David?
-Nosotros, de momento, nos quedamos con ésta –dijo Valerio con la intención de volver a lo suyo. Pero David le paró los pies y a todos sin saber qué hacer: si decir algo, lo que fuere, o callarnos. Y en esas estábamos cuando nos dejó temblando preguntándonos por un tío.
-¡Que tío! –exclamamos al unísono.
-¡Qué tío va a ser! –nos replicó.
-¿Uno tuyo? –le dije yo.
-¿Por qué uno mío? ¿Qué pinto en esa historia de griegos del año la polka?
-Entonces ¿de quien? –Silvia, como todos, sin saber que estaba pasando.
-¿¡Pero de quien va a ser el tío!?
-¡Eso! ¡Eso! ¿De quien?
-¡De Platón!
-¿Y por qué ahora un tío de Platón? –le pregunté
-Porque lo tenía ¿Es que acaso no habéis oído hablar de Critias?
-¡El más sanguinario de los Treinta Tiranos! –exclamó David.
-¡Esperar! Que nosotras no hemos venido a recibir una lección magistral de historia de la Grecia Antigua. De modo que ya nos estás explicando por qué a ese tío de Platón, que formó parte de los oligarcas que se alzaron contra la democracia asamblearia de Atenas, lo has vinculado con el Giges que se podía volver invisible cambiando la posición del anillo en su dedo
-¿Pero de verdad que no lo sabéis?
-Por favor, Valerio, no empieces chuleándonos. Tú, como antes le recomendaste a Silvia, hablándonos como a unos que no saben nada de nada. Y ya nos estás contando lo que relaciona al tal Critias con Giges el invisible –y si no le dimos un abrazo a Enrique fue porque estaba Valerio por medio
-¡Esperar! Que nosotras no hemos venido a recibir una lección magistral de historia de Grecia.
-Tampoco me parece que haya aquí nadie que la pudiese pronunciar. Pero a lo que vamos y enseguida acabo. A Critias se le atribuye la tragedia Sísifo en la que, para que las acciones malvadas que, por hacerse a escondidas, las leyes de los hombres no podían castigar, hubo quien se inventó unos dioses a los que no se les ocultaba nada y castigaba a esos que, como Giges, se aprovechaban de que nadie los veía para delinquir.
-Y a quien se le ocurrió la invención de esos dioses, a los que no se les escapaba nada, fue a Critias, el tío de Platón.
-Mira tú. Que de casta le viene al galgo –David no perdió la oportunidad para añadir un refrán.
-Pues, si no os importa, aquí lo dejamos para que yo siga con lo mío después de que me sirva otro café.