El día que compré 6 Kg. de Mingotes

HISTORIAS DEL RASTRO

Sí, han leído bien. No hablo de lingotes. Aunque éstos fueran de oro, los vería como se ven tantas otras cosas del Rastro. Con cierta curiosidad; pero con desapego. No hubiese perdido mi tiempo en tantearlos…

Aquel día compré mingotes, y ni siquiera eran originales. Sin embargo, al cerrar la operación, sentí gran contento. Por mi hallazgo y por Antonio Mingote.

Era una mañana como cualquier otra. Mi recorrido, el de siempre. No fue un vendedor nuevo o en una tienda especial. Estaban en uno de tantos comercios de toda venta, característicos de este mercado.

A la vista de todo el mundo, yacían en una vieja maleta, abierta de par en par. Una maleta corriente y moliente. De las que usaban los últimos emigrantes a América y los primeros europeos. Yo mismo llegué a mi primera pensión en el Madrid de 1963 con una de esas maletas.

Tampoco sabría decirles si había mucha o poca gente en la tienda, porque –nada más entrar- los mingotes atrajeron toda mi atención.

Eran, en efecto, los clásicos chistes que publicaba a diario en ABC, recortaditos con todo mimo, cuidando que figurara el día, mes y año en que se publicaron en el periódico. Cogidos en faja por una goma, traían el vago recuerdo de los billetes bancarios en las viejas películas de policías y ladrones.

Apenas comprobado que no se trataba de una repetición del mismo chiste sino de una gama sin fin de irrepetidos, inicié el regateo:

-Cuánto quiere por eso.

-¿Con maleta o sin maleta?

-Si tiene unas bolsas para guardarlos con cuidado, sin maleta.

-¡¡Qué bien!! Cuente con ellas. Yo mismo se lo colocaré todo con cuidadito, tal como me dice. Además, le hago un buen descuento, por la maleta. Varios clientes quisieron comprármela…. Ya sabe usted. A la gente estas maletas le traen recuerdos…

Preguntaban por la maleta. No lo hacían por los mingotes. ¡Menos mal!.

No les diré como continuó el regateo ni cuánto me costaron (bastante competencia tengo). Paso a explicarles por qué me alegré de tal manera.

Desde hace cuarenta años, cuando iniciaba mis estudios sobre humorismo (gráfico y literario), tuve predilección por el trabajo cotidiano de Mingote.

De los humoristas gráficos españoles de posguerra es, para mi, sin comparación posible, el que mejor me recuerda a los clásicos. Como Apa, Bagaría o Castelao, es de los rarísimos humoristas capaces de autonomizar su sección, atentando incluso (y con frecuencia) contra la línea editorial de ABC.

Los llamados humoristas de hoy no me parecen tales. Apegados al editorialista de sus respectivos medios de comunicación, ilustran la línea editorial. No despiertan casi nunca mi interés. No les veo gracia, ni segunda intención. Ni a ellos ni a los editorialistas, agentes cotidianos éstos de la incomunicación archipolitizada que nos deprime como ciudadanos.

No sé si es cierto o es leyenda lo que voy a contarles, porque yo sólo leía ABC cuando viajaba en avión. Hace bastantes años que, dadas las desventuras sufridas en los aeropuertos, dejé de practicar ese deporte, y de seguir a Mingote por lo tanto.

En esos viajes, sin dudarlo, siempre pedía el diario de los Luca de Tena. Por dos motivos, humorísticos ambos. Uno de humor blanco, por así decir, y otro de humor negro. Empezaré la explicación por éste último.

Reconozcámoslo. Nunca hubo esquelas en España como las del viejo ABC de los Luca de Tena.

Era un un gozo leer lo que en ellas se decía de las vidas, títulos y negocios de sus difuntos habituales.

Un amigo tuve que se hizo viejo esperando a que ABC diera la esquela de Francisco Franco.

Pues bien: se cuenta que, por veces, cuando el chiste de Mingote contradecía de manera intolerable la línea editorial, los directores no lo echaban al cesto de lo impublicable. El mingote salía, sí señor; pero con los muertos del día. En medio de las esquelas. ¡Qué maravilla!

Si es cierta la leyenda, hay que reconocer que en este periódico, nacido liberal, pasado de rosca después como monárquico, liberal o autoritario, había una sabiduría regia en gags de humorismo. Nos ayuda a entender por qué, con Mingote, llegaron a compartir honores de estrellato dos gallegos con excelente cepa de humoristas: Wences Fernández Flórez y Julio Camba.

Sólo en avión me permitía ese lujazo de gozar de las esquelas y del chiste de Mingote, también por falta de tiempo.

Excelentísimo periódico, desde sus primeras salidas, ABC resulta agotador para los investigadores. Con gran paginación, debido al elegante formato antiguo, magníficas páginas gráficas, incontables colaboraciones y noticias, la consulta de cada número se hace inacabable. Entenderán en definitiva mi contento.

Había comprado un filón de ¡30 años 30!, todos con fecha, ordenados mes a mes, y prendidos en fajas. ¡1954-1984!, dispuestos para mi propio estudio del humorista.

Y también me alegré por Mingote, sí señores.

Me alegró, porque le alegraría mucho comprobar –con obras, que son amores- la devoción de ese anónimo lector diario de sus chistes. Fiel hasta el extremo de comprar el periódico para recortarlos y repasarlos, dejándolos en aquella vieja maleta. Como un tesoro. Para goce de sus descendientes.

Mal sabía ese amante que el destino de los amores va a dar al Rastro con enorme frecuencia. Y sepa Dios si no volverá allí mi propia colección de los seis kilos con el andar del tiempo.

Mi contento por Mingote también va ligado a un recuerdo personal del admirado personaje.

En 1983, cuando Javier Solana y Nacho Quintana confirmaron el encargo que me había hecho Javier Tusell para que sacara adelante el homenaje del Ministerio de Cultura español a Luis Bagaría, comencé a formar mi equipo de exposiciones de toda la vida: Eugenia Alcorta, Eugenio Gallego, el inolvidable Martín Bartolomé… En los antiguos bajos de la Biblioteca Nacional, donde estaba la sala más brillante y luminosa de Madrid, montamos e inauguramos la Exposición Bagaría en mayo de ese mismo año.

ABC, casi sin dejar respiro, sacó la viñeta de Mingote. Un sombrero saludaba la autocaricatura de Bagaría, con una sóla palabra, explicativa del sombrerazo: “¡Chapeau!”.

No lo decía por nosotros, estaba claro. Pero como si lo hubiera dicho…

Un día de junio del aquel año, no sé por qué, llamé por teléfono a casa de Antonio Mingote. Se puso su mujer. Al darme a conocer, me dijo de inmediato:

-Se lo pido por sus muertos, señor Durán, clausuren de una vez esa exposición. ¡Es nuestra ruina!. Mire usted. Cada día, Antonio invita a comer amigos y más amigos. Sólo para pasarse con ellos a visitarla. ¡Se imagina!

Gracias, Antonio, por habernos hecho reír hasta de la tristeza. Te estudiaremos. Será la manera de no olvidarte nunca.