Los 150 años de Ricardo Mella

Ricardo Mella (izquierda) y sus parientes, los Rodríguez de Cea (a la derecha), cuando formaban parte de la redacción de “El Estudiante” (1879), excelente periódico estudiantil de nuestro Instituto Provincial de Pontevedra. Foto de Francisco Zagala (Archivo del Museo de Pontevedra)

Se han cumplido 150 años (2011) del nacimiento en Vigo de Ricardo Mella Cea: el 23 de abril de 1861. Ya han pasado 36 desde que publicábamos en la legendaria revista Triunfo la primera versión del texto que van a tener ocasión de leer en LA CUEVA DE ZARATUSTRA. Poco más tarde, lo recogíamos en el segundo volumen de nuestros libros de Crónicas: Entre el Anarquismo Agrario y el Librepensamiento (Akal Editor, Madrid, 1977).

Sólo en una lectura emocionada queremos actualizarla, recordando en este empiece aquella lejana circunstancia.

Corría el verano de 1975. Faltaban tres meses para que se produjera la muerte del general Franco.

Ya por entonces había exceso de declamación patriótica en España, pero la historia social de los pueblos y las gentes permanecía más bien abandonada entre nosotros. De todas las historias por contar, la recuperación de los movimientos sociales de antes de la guerra civil (agrarios, social-cristianos, anarquistas, socialistas, comunistas…) nos había parecido a algunos una misión. No lo hacíamos sólo por izquierdismo o antifranquismo militante (aunque es innegable que, faltos de otros medios, también lo hacíamos por eso). Había algo más. Y hoy, a la vista de la evolución de tantos “compañeros de viaje” de entonces que abandonaron y traicionaron gravemente aquella vieja línea de conducta, dadas las graves circunstancias por las que atravesamos, aún nos parece más necesario llamar la atención sobre la diferencia entre ellos y nosotros.

 

El terror en los Mella

Tengo que decir, en honor a la verdad, que ni la más mínima molestia he sufrido al publicar aquella incursión, de inmediato éxito. Mil veces citada, en las lenguas más diversas, no podré olvidar nunca la visita que recibí en Pontevedra de la familia Mella. Una embajada compuesta por sobrinos lejanos, residentes en Sevilla y por la única hija que subsistía del rememorado, residente en Vigo. De nombre significativo: ¡¡Luz!!. ¡Qué bella amistad iniciamos entonces y con qué afecto la recordaré siempre!

Los Mella no venían a darme las gracias por un trabajo que yo había hecho como se hacen estas cosas. Por investigación y por deleite. Sin conocerlos. Para goce e ilustración de la ciudadanía. Por nada. Para más, en aquella ocasión, las revistas Triunfo y Tiempo de Historia me pagaron dos veces, y muy bien. Venían, en realidad, alarmados. Me ofrecían ayuda y solidaridad. ¡¡Elogiar a un anarquista!!
¡¡Cómo me había atrevido a meterme en semejante andada!!. ¿Qué podían hacer ellos ante las que suponían iban a ser duras consecuencias? No hubo nada, queda dicho. Padre Ricardo Mella de un hijo comunista (lo supe entonces), eliminado –como tantos otros frentepopulistas de las más diversas ideas- en los primeros tiempos atroces de la consabida atrocidad galaico-española en ¡todas! las guerras civiles, para los Mella nada había cambiado; pero –en la realidad- todo había ido cambiando en España… ¡¡desde mucho antes de la muerte del Dictador!!.

Éste era, pues, en lo básico, mi texto de 1975, cuando se conmemoraba el 50 Aniversario de la muerte del anarquista, también en Vigo (1925). No se trata de disfrutar, poniendo de nuevo en circulación una de mis crónicas de mayor éxito internacional. Se trata de gozar de un personaje brillante, sencillo y entrañable. Y si se me permite el lenguaje intencionado (patriótico, en el verdadero sentido de la palabra patria), un hombre capaz de sentir que lo suyo propio, su patria, era en realidad aquello que fue destilando para todos los demás a lo largo de la vida: su pensamiento, sus ideas, expresadas siempre con claridad y frescura literaria, sus pautas de acción, sin ponerle más límite que la Humanidad. ¡¡Nuestro pequeño mundo!!, tan necesitado de cordura y razonamiento. “No pongáis muros al pensamiento”, como él decía, saliendo contra el patrioterismo despótico, repetitivo, fronterizo y ramplón que nos agobia por doquier, desde los más lejanos tiempos.

 

Evocación de Aniversario
(Contra la Incultura Dirigida y Dominante)

La ocasión del 150 Aniversario, tan comúnmente apro­vechada para recordar y festejar el sentido de variadísi­mos personajes, aun de los más mediocres, no sirvió de acicate para hacer con Mella algo similar. Entonces (1975) bastó una mera sugerencia mía para que las revistas antecitadascumplieran puntualmente –encargándonos este recuerdo- con ese cometido. Hoy ni siquiera en los medios de comunicación de Madrid que se las gastan de herederos de las revistas antecitadas existe esa sensibilidad. Reina la Incultura por doquier. ¡Hasta el recuerdo está dirigido desde un poder insípido y falto escrúpulo!. En Galicia, tierra natal del personaje, en 1975 como ahora (2011), fue el silencio ley, contrastando la cosa entonces con el ciento y la madre de actos repetitivos que originó entonces el 25 Aniversario de la muerte de otro grande del país, al que también nosotros tuvimos que poner en el circuito intelectual, investigándolo desde sus orígenes (y no declamándolo, desde la invención mitológica), porque también estaba en mantillas antes de nuestros libros (1972-73): Alfonso R. Castelao.

Aquel olvido del internacionalista frente a la reiterativa mitología  nacional-galeguista era todo un síntoma de la Nueva Incultura. Desde entonces a hoy (1975-2011) todo fue a peor, también en ese aspecto. La incultura histórica contra la que combatíamos en el tardofranquismo se ha agrandado tras la muerte del Generalísimo. Si entonces poníamos en guardia a los lectores para que evitaran la confusión de Ricardo Mella con su paisano y coetáneo Juan Vázquez de Mella (1865-1920), hoy el destino de ambos se ha igualado. El orador e ideólogo más importante del tradicionalismo liberal español, galaico-asturiano (y, si me apuran, galleguista de singular envergadura), cuyo 150 aniversario acaba de pasar –como el de Mella- entre el silencio más riguroso (8-VI-2011), también sufre hoy las consecuencias de la radical incultura histórica a que nos ha llevado el Dirigismo Cultural de estos políticos, periodistas y profesores de poca monta, ayunos de esa clase de saberes, cuyos discursos y argumentarios cotidianos concuerdan plenamente con la desdichada preparación de la casta burocrática de donde procede –sin apenas excepción- nuestra casta política.

Sin embargo -parece la cosa paradójica- los historiadores de fuste aún hoy reconocemos en Ricardo Mella al más brillante y destacado teórico de cuantos nacieron del contexto, brillante a su vez, del anarquismo clásico español.

En esta Crónica, al aplicarme a recordar a Ricardo Mella, in­tentaré escudriñar, básicamente, dos acontecimientos biográficos, significativos, inexplorados hasta mi propia investigación: su nacimiento como anarquista, su muerte como ciudadano. Porque de este Mella, tan olvidado, se puede decir que hizo po­sible aquello que el romancero niega a los profetas: serlo en las puertas de su casa. En la ciudad donde nació y en su tiempo.

 

Un mozo (republicano) federal

Ricardo nace en el seno de una modesta familia de artesanos. Su padre, sombrerero de oficio, militaba en filas republicano-federales. Casó con una Cea, hija de sombrereros pontevedreses, radicados –si no engañan las coincidencias- en la entonces flamante Calle de los Comercios. Uno y otra educaron a su hijo en el respeto a las propias ideas y en la devoción por su máximo difusor: don Francisco Pi y Margall. Cursó estudios primarios entre el fervor y el ocaso del republicanismo histórico, cuando los cantares de La Gloriosa y las ilusiones de la Primera República se iban apagando. Mantuvo su fe, sin embargo, en los primeros años juveniles, cuando residía en casa de sus parientes de Pontevedra, estudiaba en el único Instituto provincial de entonces y redactaba El Estudiante. Su familia, Pontevedra y Vigo, lo marcaron para siempre.

El ingreso del mozo, con 16 años, en el partido de Pi -del que ha de ser pronto secretario- es detalle cargado de significación: Las ideas «autónomo-pactistas» que los federales defendían distaban mucho de ser aceptadas o consentidas por los gobiernos de entonces.

Ricardo, en su lucha por la vida, trabaja desde muy pronto. Lo hace, como tantos jóvenes de la época, donde había mucho trabajo: en una Agencia Marítima: la emigración, el éxodo de las gentes de su pueblo gallego sobre todo (tema de su primer ensayo) no sólo estaba en el am­biente, pertenecía como carne de su carne a la propia biografía. En 1881, cuando tiene 20 años, salta al pro­tagonismo público. He aquí un año tan básico para su trayectoria como para la evolución política posterior de las tierras pontevedresas.

Sagasta –un progresista partidario histórico- llega al Poder, llamado por el rey, por primera vez. Sin necesidad de pronunciamiento militar. Los núcleos republicanos, siempre desunidos, tratan de reagruparse ante tan inesperado acontecimiento. En Vigo intentan la lucha contra el largo dominio conservador, representado por José Elduayen, marqués flamante del Pazo de la Merced, ex ministro de Ultra­mar, hombre fuerte en la política canovista. Entre profusión de cenas y banquetes parece, al fin, que la cosa toma cuerpo. Desde abril este foco «demócrata» cuenta con un portavoz bisemanal: La Verdad. Ricardo Mella aparece, desde muy pronto, entre sus colaboradores. El tono polémico, habitual en vísperas electorales, elevó la excitación política a niveles sorprendentes: Faro de Vigo, que defendía los intereses de Elduayen, se enzarza, número a número, con La Verdad por el más variado de los motivos: las aguas de Mondariz, el proteccionismo del puerto… Se inician procesos por injurias, se organizan tribunales de honor. El estallido ruidoso se produce, sin embargo, en junio. Ricardo lo protagoniza: recoge un rumor madrileño asegurando que el motivo del viaje de Elduayen a la Corte es «para responder a ciertos cargos que sobre él recaen por un desfalco importante descubierto en el Banco Nacional», desfalco cuyo origen está en el período de su mandato como director. Otros periódicos republi­canos o demócratas, de tradición progresista (El Anunciador de Pontevedra, La Concordia de Vigo) amplían la noticia, al recortarla y difundirla por su cuenta. La trascendencia del asunto se palpó de inmediato. La Verdad trata entonces de recomponer la información, precisándola en este sentido:

Uno de los sueltos, inserto en el número del lunes de este periódico, ha dado pávulo, según tenemos entendido, a cier­tas versiones que en nada favorecen a nuestra humilde pu­blicación.

Al decir que en el Banco Nacional se había descubierto un desfalco considerable, no hemos querido hacer responsa­ble de él al Excmo. Sr. Don José Elduayen. Sólo sí, decíamos, que había sido llamado a Madrid, debido a que el desfalco en cuestión data de la fecha en que dicho señor era su director, sin que esto implique complicidad ninguna en el asunto por parte de tan respetable personaje.

Era tarde, sin embargo. Ricardo Mella, por incluirlo; el pontevedrés Indalecio Armesto y Eudoro Fernández, directores de las publicaciones antes citadas, por repro­ducirlo, se ven incursos en querella de injurias graves que desencadena el poderoso marqués. Sin avenencia en un principio, sin aceptar las sentencias después, la cadena judicial se pone en marcha. . .

 

“Política menuda”
(Los federales de “La Propaganda”)

El rumbo de La Verdad no debió ser muy del gusto del joven Mella. La campaña inicial, destinada a sacar diputado en Cortes por el distrito a un demócrata (también desconocido) de enorme envergadura histórica y galleguista, Eduardo Chao, se desbarata por conveniencias de facción. El periódico apoya entonces la coalición republicano-liberal que defiende la candidatura de Ángel Urzáiz y Eduardo Iglesias Añino. El primero iría a las Cortes, el segundo, su hombre de confianza, a la Diputación Provincial. Quien conozca algo de la historia pontevedresa caerá en cuenta de lo trascendente de una operación que dará al distrito vigués su diputado casi vitalicio y su gran cacique, superinfluyente, desde aquí hasta su muerte: Urzáiz e Iglesias Añino, respectivamente. Aquel año de 1881, de hecho, comienza el turno formal a nivel de la gran política, pero se inaugura también la permanencia caciquista  al otro nivel de la política «menuda», tan inexplorada, comúnmente, por los historiadores. Tan reveladora.

Mella, sin duda, percibió todo esto -que era tan claro como público- con nitidez, por ello inició el repliegue y la radicalización, rápida, sorprendente en cierto modo. Su partido, hecho a un lado también, le ayudará no poco en los primeros momentos.

El 31 de julio de 1881, nacido en el ambiente de las nuevas libertades del progresismo gubernamental, aparece en Vigo La Propaganda, un periódico insólito en los anales de la ciudad como de la provincia. Su peculiaridad no nace de ejercer en defensa abierta de los ideales federalistas. En esta instalación, la capital provincial ya cuenta con El Independiente, animado por la cultura y la causticidad de los hermanos Muruais. Es su carácter obrerista, aunque envuelto en terminología federal, lo que lo convertía en insólito. Ricardo Mella, ex alumno de Jesús Muruais en el Instituto Provincial de Pontevedra, compañero allí de los Valle y Peña, de sus parientes, los interesantísimos Rodríguez de Cea y tantos tipos excepcionales más, volvía a ser su director, pero toda la familia Mella parece alentadora de una experiencia que tiene en la propia sombrerería el lugar de redacción y el domicilio social. Los redactores, sin embargo, eran mozos de la edad de Ricardo, amigos suyos por toda una vida: Angel Bernárdez, Federico Rodríguez y Joaquín Nogueira, estudiantes los tres, extraídos de la pequeña-burguesía local. Metidos en edad militar (Mella y Nogueira son «quintos» ese año), la crítica del servicio, con el escándalo de los cupos y las redenciones en metálico, fue uno de los blancos que hicieron más popular a La Propaganda en medios obreros. Atenta la publicación a este tipo de planteamientos, muy concretos, tampoco descuidaron las cuestiones generales de más fuste. Por ejemplo aquella que primaba sobre las demás: si debía ser el obrero político, cuestión límite en el progresismo democrático de la época. En el tratamiento de este asunto, vertebral, destaca el joven Mella sobre los demás; pero mantiene opiniones diametralmente opuestas a las que años más tarde, con reiteración, defendería:

No le queda al obrero más que un camino: el de la política digna y honrada, el de la política, en fin, del porve­nir, que se inspira en los modernos y sacrosantos ideales de libertad y trabajo, democracia y justicia.

Tenga siempre en cuenta el obrero que todo lo que sea separarse de este camino, es buscar su propia muerte, es correr con insensatez y precipitación incomprensible hacia el suicidio.

Y este fue el punto de vista que La Propaganda defendió al hacerse representar en el Congreso Obrero de Barcelona de 1881, quedando alineada junto a la minoría. Las tales ideas navegaron allí contra corriente en una reunión que empezó federal para terminar en epifanía anarquista. Allí nació la Federación de Traba­jadores de la Región Española (la FTRE).

 

El hastío de la política partidaria
(Del federalismo al anarquismo)

Varias circunstancias precipitan el viraje, drástico, del joven Mella, afinizándolo, por una vez, con la corriente dominante en el obrerismo español: la lectura de la Revista Social fue, según sus particulares opiniones, fundamental. Y, en efecto, la admiración que sienten los redactores de La Propaganda por aquella publica­ción de Juan Serrano Oteiza, nacida casi al mismo tiempo, se advierte en el hecho de que apenas pase número sin que recorten de ella abundante material… Pero, aun contradiciendo al propio Mella, habremos de decir que su declaración apenas nos explica esta circunstancia, básica para nosotros: ¿Por qué él, precisamente, y ninguno más de sus amigos -federales de por vida- va a pegar viraje tan considerable, en pocos días? Quizá debamos aven­turarnos con cuidado en el análisis de otros aconteci­mientos biográficos que el personaje apenas menta en su obra, escondiéndolos para siempre, sospechosamente.

El primero tiene también que ver con la Revista Social. Un Obrero Conscientereplica, con no pequeña intención, en las mismas páginas de la admirada publicación madrile­ña, sus puntos de vista sobre la política. Mella responde, pero lo hace sin verdadera convicción. No deja de reconocer, honradamente, la dificultad en que le ponen los argumentos contrarios: la política, ciertamente, enloda. Nadie, y menos aun el obrero, puede librarse de su fangal. Ricardo lo conocía bien, distinguiéndose en esto de todos y cada uno de sus compañeros. Pocos mozos radicales, como él, habían tenido ocasión de vivir, intensa, tempranamente, la ex­periencia, sentida como nauseante, de la política partidaria. Para más, pero en la misma línea, su proceso seguía curso, y yo veo en él otra de las claves, decisivas, para comprender su rápida evolución.

En abril de 1882 la Audiencia Territorial de La Coruña dictó sentencia contra nuestro personaje; pero no es una sentencia cualquiera: es la más dura dictada contra periodista o escritor alguno de Galicia en los años que iban de Restauración. Es, además, por lo que sabemos, la primera decididamente política:

Acaba de ser revocada en la Audiencia de La Coruña la sentencia del Juzgado de Primera Instancia de esta ciudad en causa seguida a petición de José Elduayen, exdiputado y exministro, y condenado a cuatro años y tres meses de des­tierro y multa de 625 pesetas nuestro estimado compañero en la prensa, don Ricardo Mella, director de La Propaganda.

Sí tenemos que lamentar, lo hacemos con verdadero sentimiento, la suerte del Sr. Mella, porque el golpe es rudo, no debe congratularse sin embargo aquel caballero del éxito alcanzado, pues a estas horas se habrá interpuesto la apela­ción ante el Tribunal Supremo.

En efecto, apelación sin esperanzas. Era aquí, precisamente, a donde Elduayen quería llegar: Ricardo Mella, Indalecio Armesto y Eudoro Fernández fueron condenados a duros destierros. Nuestro personaje, concretamente, a 3 años, 7 meses y 200 pesetas de multa. Era noviembre de 1882. Muy poco tiempo había pasado, apenas días, que Ricardo Mella, llevando la representación de la sección viguesa, había asistido al II Congreso de la F.T.R.E. Era un anarquista.

La radicalización, siguiendo paso por paso a su proceso, se confirma entre abril (fecha de su condena en Coruña) y septiembre, cuando se celebra en Sevilla la famosa reunión. La acción del joven neoanarquista en el obrerismo pontevedrés había sido tan breve como eficiente: Vigo y Pontevedra cuentan ahora con periódi­cos que defienden, abiertamente, la Federación, la Anarquía y el Colectivismo. La ciudad olívica cuenta, además, con una sección obrera, en continuo crecimiento, que parecía asegurar al movimiento obrero el mejor de los futuros. Mella, por su parte, aunque Elduayen –con habilidad de político avezado- le ofrece el perdón que niega a Armesto y a Eudoro- lo rechaza. Toma, como ellos, el camino del destierro en 1883. Madrid será su lugar de asenta­miento, donde se confirma su evolución.

 

Un destierro, largo y fecundo
(Andalucía, “la tierra de la libertad”)

En realidad, la clave de su fácil instalación en Madrid se encierra en el citado congreso sevillano. Mella hace de secretario del mismo y, pese a su juventud, aureolado por la dureza del proceso, destaca en intervenciones y discursos. Allí nace la amistad con el propio Serrano Oteiza, “notario” de Madrid como se le decía, relación que rematará en vínculo familiar, al for­malizarse las relaciones con Esperanza, su compañera de­ toda la vida, hija del célebre director de la Revista Social. Por otra parte, Ricardo, residente acaso en la morada de los Serrano, estudia Topografía. Una oposición le per­mite cumplir la ilusión de entonces: vivir en Andalucía, palpar la experiencia del anarquismo andaluz, que tanto le había impresionado.

Así, quien ha de ser «el escritor anarquista español de más recia pluma», según la bella caracterización de Soledad Gustavo, vivió en la Andalucía Atlántica años decisivos, quizá los más decididamente militantes. Fundó periódicos, vivió de cerca e intervino como propagandista la experiencia societaria del momento, mereciendo en aquel contexto la admiración y el respe­to que se trasluce en las prosas de la época o en el famoso libro de Juan Díaz del Moral. Pero tal admiración es recíproca: abandona él, definitivamente, la morriña gallega, que aún le asaltaba en Madrid; canta la rebeldía de los andaluces rebeldes:

La tierra andaluza -llegará a escribir este atlántico gallego de la Andalucía atlántica- es la tierra de la libertad. Desde el año 1812, fecha de la proclamación en Cádiz de la primera constitución española, hasta el día, el pueblo andaluz, el pueblo que trabaja y paga, no ha negado ni ‘una sola vez su sangre y su vida a todo movimiento en favor del progreso de las ideas y de las instituciones. Pero la tierra andaluza es también la tierra del despotismo guberna­mental y capitalista, es la tierra de la mayor riqueza y de la mayor miseria, y pobres y ricos viven en una tensión nerviosa que los conduce frecuentemente a la más brutal tiranía de un lado y a la sedición constante del otro

En Andalucía, por otra parte, comienza a cargarse de hijos su familia: Esperanza habría de criar una docena en un período de veinticinco años. Y. este culto a la familia, tan característico como significativo de su tranquila placidez, debe llevarse muy de cuenta para comprender sus alternativas políticas, su rechazo de la violencia gratuita, por ejemplo. Del terrorismo inútil, protagonizado por tantos “compañeros de viaje”.

El retorno
(Entre Vigo y Pontevedra)

Cuando en 1895, en plena madurez, regresa a Vigo, Ricardo es un propagandista extraordinariamente cono­cido y respetado en el pequeño mundo de los “obreros conscientes” de la época. En realidad, si bien de manera fugaz, Mella estuvo en su ciudad natal en 1892. Sus antiguos amigos, los federales, redactores de La Vanguaria le invitan a conferenciar acerca de una discusión clásica: Evolución y Revolución, el tema de su charla. Pero si atendemos a la fecha y al año (abril) no parece aventurado suponer que sus viejos amigos están, en realidad, arropando a un «escapado» de los acontecimientos andaluces del 92,  acontecimientos y represión que había de denunciar en uno de sus múltiples folletos. El luchador tomó, sin duda, buena cuenta del estado de cosas en Galicia, una Galicia tensa, que parecía incumplir sus teorías: en plena organización obrera, con gravísimos tumultos campesi­nos – caso de los pontevedrenses del verano-, con las primeras huelgas de verdadero alcance… Llega, sin embargo, demasiado tarde para variar el signo de ciertas cosas: Vigo, por ejemplo, contaba en 1895 con un elemento obrero, de marcado carácter socialista partidario, que comienza a manifestar­se activo. Desconectado del obrerismo más inmedia­to a su persona, mantiene sus colaboraciones intelectuales, muy demandadas, con las principales publicaciones anarquistas de la época. Vuelven a ser años duros para los ácratas españoles: los sucesos barceloneses imponen cautela aun a hombres que, como él, siempre estuvieron públicamente contra toda forma de atrocidad, caso de la llamada propaganda por el hecho: el terror de aquella época. Otro clásico de la literatura anarquista, tan opuesto como Mella al atentado, José Prat, llega en­tonces a su casa, escapando de la represión que sigue a la famosa procesión del Corpus. Ricardo prepara el embarque del amigo y denuncia los acontecimientos en las páginas de El Corsario, el portavoz del poderoso anarquismocoruñés y en un folleto editado más tarde en Brooklyn.

Atado a su profesión de to­pógrafo, trabaja para él ferrocarril en construcción. Vive en Pontevedra desde 1897. En esta ciudad aparece estrechamente ligado a los combativos redactores de La Unión Republicana, un diario que animan mozos que jugarán papeles destaca­dos en la política lerrouxista, años más tarde: Emiliano Iglesias, por ejemplo; Pepe Juncal, hermano político del propio Lerroux. También Ricardo colabora enton­ces, abundantemente, en El Progreso, diario madrileño del famoso emperador del Paralelo, denunciador cons­tante de los procesos de Montjuich. Nuestro personaje deja en aquel periódico pontevedrés artículos dignos de leer, destacando sobre todo la polémica con el futuro Azorín, tan anarquizante como Mella en estos años… La muerte de Elduayen, acontecimiento de 1898, ofrece ocasión de ver cómo Ricardo Mella mante­nía en Galicia una aureola, que jamás hizo jugar en su beneficio:

No lo sentimos -decía La Unión-, en su terminante necrológica, porque fue el más encarnizado enemigo de los republicanos de esta provincia, y no podemos olvidar que por sus persecuciones sufrió amargo destierro nuestro inolvi­dable Armesto, lo sufrieron dos periodistas demócratas de Vigo, uno de los cuales, don Ricardo Mella, se halla hoy entre nosotros, y por él sufrió injusta prisión en un castillo de La Coruña nuestro inolvidable correligionario, Emilio Couto.

Mella vuelve en Pontevedra al activismo. Se le ve junto con la izquierda obrera, republicana y socialista de la ciudad, en la campaña de mítines de protesta por los procesamientos barceloneses, pero le intere­sa, sobre todo, la importante lucha en favor de la organización campesina, que se viene librando entonces en las inmediaciones de la boa vila. Por ello incorpora esta experiencia suya, como propagandista societario en el campo, gallego y andaluz, a un folleto nacido en aquellas circunstancias, dedicado A los campesinos. Toda esta labor remata con la publicación de otro ensayo importante: La Ley del Número, editado en Vigo. Uno de los escritos clásicos de crítica del formalismo democrático, basados en las mayorías, el número… Los anarquistas coruñeses, que conocían tanto su activismo como su formidable modestia, clamaron entonces para que fuera Mella quien representara al obrerismo español en el frustrado Congreso Anarquista Internacional.

 

La obra de Ricardo Mella
(El retorno definitivo)

Con una familia cada vez más poblada, Ricardo vive en Asturias los años subiguientes. Como sucediera en Andalucía, deja huella. Su marca queda, para muchos años, en la hechura de los más lúcidos representantes del anarquismo asturiano: Pedro Sierra, su primer biógrafo; Eleuterio Quintanilla, sobre todo. Con ellos anima o dirige varias experiencias periodísticas que cuentan entre lo más destacable -al menos desde el punto de vista teórico- de la prensa anarquista. Crítico constante de toda política basada en el atentado, descontento con el rumbo que toma el sindicalismo revolucionario, Mella ensaya en Asturias su primer periodo de silencio. Los acontecimientos que siguen a la Semana Trágica (1909) le devuelven a la propagan­da, reiniciando una etapa de periodismo febril, crítico y elegante; son las prosas periodísticas de Acción Literaria y de El Libertario, por ejemplo. Ese mismo año (1909), casi cincuentón, regresa a Vigo, ciudad en la que residirá hasta su muerte. Lo traen a su ciudad natal personajes muy notables que reconocen en Ricardo a un profesional de rara competencia: Ramiro Pascual, concretamente, cuenta con su eficiencia para dar fin al plano de la ciudad, proyecto siempre inacabado. Martín de Echegaray le embarca en una experiencia, muy popular entonces, que será su vida a partir de aquí: la red viaria de los tranvías eléctricos. Cuando el proyecto se ultima, Ricardo no pudo esquivar el puesto de Director Gerente de la importante Compañía. Desde entonces hasta una semana escasa antes de su óbito vive, con notable intensidad, la vida de la empresa. El antiguo propagandista societario se ha convertido también en un notable local. Su formidable modestia, ahora como antaño, contribuye a oscurecerle. En el año 1922, cuan­do lo visita Abad de Santillán, se confiesa acabado para la lucha, distante de la experiencia sindicalista de un Seguí o de un Pestaña. El retrato parece de lo más ajustado:

Era un hombre de talla más bien baja, delgado, nada llamativo en su aspecto exterior: de apariencia sencilla, modesta y tímida. El que lo viese recorrer las calles de Vigo desde su oficina en la Compañía de Tranvías hasta su casa, no habría sospechado que se trataba de uno de los, sin disputa, mejores escritores libertarios de España y de los países de habla castellana, de uno de los pensadores más sutiles y proféticos, de un educador y ensayista de excepción, dueño de un estilo literario perfecto, molde de un pensa­miento muy elaborado y de una sensibilidad muy fina.

Esto era, ciertamente. En sus escritos se encierra la más brillante aportación española a las teorías revolucio­narias de su tiempo. Mella escribió, aparte de un número indeterminado de artículos, más de treinta ensayos de muy variable interés y extensión. La mayoría alcanzaron varias ediciones sucesivas, siendo con anterioridad premiados en los más famosos certá­menes anarquistas, celebrados no sólo en los países de habla castellana. Se le pudo leer en italiano, en holandés, en portugués, en francés, además de en castellano. Hay ediciones de sus escritos fechadas en Brooklyn, en Amsterdam, en Orleans, en Prato, en Oporto, en Buenos Aires, en Montevideo, así como en los más variados puntos de la geografía española. Alguna de sus polémicas -caso de la sostenida con Lombroso– dio la vuelta al mundo. Porotra parte, su curiosidad intelectual no conoce fronteras: escribió acerca del amor y de las pasiones, son audaces sus opiniones acerca de la cuestión de la enseñanza, contribuyó a la difusión y clarificación de la teoría, la práctica y la utopía anarquista (a esta regaló, incluso, una «novela imagina­ria»), tradujo a Bakunin, a Kropotkin, a Malatesta… criticando sus puntos de vista. La crítica de la democracia formal debe llevarse muy de cuenta, por todo lo que había de venir, con el comunismo y el fascismo, por los sistemas trucados de obtener las mayorías, por los cheques en blanco que presuponen, sin otro control social. Su actualidad continúa siendo rigurosa en ese aspecto. Fue, en suma, rara avis en el horizonte del país y en el contexto de las teorías y del análisis sociológico de su tiempo.

Pero su esfuerzo intelectual, que lo convirtió en clásico, vivo, actual en gran medida, se concentra en el vigor que puso en no someterse a ninguna imposición, en luchar contra todas las corrientes y coyunturalismos que hacían -según su concepto- naufragar de Idea, la Libertad, donde se concentraban todas sus ilusiones y afanes de una vida de lucha. Se advierte, por otra parte, en la disciplina intelectual que lo llevó a disciplinar el lenguaje. Poresto mismo sus escritos son, la mayoría de las veces, literariamente correctos, brillantes bien de veces, resbalando el tiempo sobre ellos casi siempre. Esta discreta elegancia le valió el rótulo de elitista, siendo así que su lucha por ennoble­cer el lenguaje y la cultura de la clase trabajadora cuen­ta, en nuestro concepto, entre lo más revulsivo de su aportación: revela la creencia en que la gente, por llana que sea, aparece siempre dispuesta a saborear la realidad en toda su complejidad, que nada hay menos revolucio­nario que la simplificación, el argumentario y la consigna…

Fue el último gran nombre del anarquismo clásico español. En los momentos de mayor confusionismo ideológico, cuando vociferan los clérigos y los frailones encapuchados, él prefirió siempre el silencio a la palabra. Pero fueron silencios sonoros, dignos de ser escuchados también. Por ello los más grandes anarquistas de su tiempo le tenían hondo respeto. Y no sólo ellos, aun para sus adversarios ideológicos Mella es una figura intachable. Juan José Morato, socialista, dedicó al personaje una cálida reseña biográfica:

Tuve el altísimo honor de estrechar la mano del insigne pensador, limpio totalmente de todo prejuicio; charlé con él tres tardes en aquel café de Vigo al que – solitario casi siempre- concurría un rato antes de volver al trabajo de la tarde, y fui amigo suyo y él lo fue mío y cordialísimo.

En España, el anarquismo supera al socialismo en haber tenido pensadores, soñadores, hombres de cultura excepcio­nal y artistas llenos de emoción (…).

  De estos elementos nobilísimos del pensamiento, del arte, del ideal casi en abstracto, Ricardo Mella es, en nuestro sentir, la encarnación suprema.

La placidez intelectual de Mella va paralela de su ejemplaridad pública. Hemos visto co­mo rendía culto a la vida de familia, cómo fue de laborio­so, bondadoso y competente. Todas las virtudes de la sociedad que buscaba demoler las atesoraba en sí mismo (Se ha señalado, como cosa paradógica en cierto modo, que los dos hombres públicamente ejemplares del Vigo del primer tercio del siglo, tuvieran ideas enfrentadas entre sí, pero participaran de un izquierdismo radical: Mella, anarquista, con toda una vida de militancia, y Enrique Heraclio Botana, hermano por parte de padre de Manuel Portela Valladares, masón como él, y la máxima figura del socialismo ga­llego durante décadas). Por esto, quizá, la noticia de su muerte hizo más ruido, causó más revuelo, que su caminar diario, la soledad de su instante en el café. Incluso que su labor de tantos años. Y todo, téngase muy en cuenta, en 1925. Cuando aún parecía sólida la Dictadura de Primo de Rivera.

 

La muerte y el poeta

El 7 de agosto de 1925, hace 86 años, murió Ricardo Mella. La noticia llegó tarde a los periódicos del día; pero su pueblo entero, aquella ciudad de cincuenta mil almas, se movilizó de manera que parecía a un tiempo espontánea y emotiva. Las gentes se arremolinaron en su portal para dejar constancia, con la firma a ser posible, de la admiración y el respeto que por el personaje profesaban. Los obreros de la Compañía de Tranvías hubieron de ser contenidos por la familia para no inmovilizar en las cocheras los tranvías. Aun así, la circulación cesó una tarde entera. Hay que leer la prensa del 8 para caer en la cuenta de la grandeza, nunca vista, de aquellos acontecimientos: la conducción del cuerpo de un hombre «descreído», llevado de imponente acompañamiento; las amplias y sentidas biografías necrológicas que jamás ocultaron su significación; la emoción, anecdótica, que parece melodramática, de ciertas situaciones:

Todo un pueblo, el pueblo vario y polijerárquico, seguía el féretro -esquife del tétrico barquero – que llevaba a los mudos playales del más allá del cuerpo, lo que había de arcilla en aquel hombre admirable, amasado en la rebeldía y en la probidad, que se llamó Ricardo Mella y del que conservamos aún, en los dedos que atenazan esta pluma, el calor de la mano leal.

Eso era Mella: La Lealtad. Lealtad para sus ideas, jamás traicionadas ni encubiertas, ideas que muchas veces le ofre­cieron cicutas de persecución y sacrificio y a las que nunca puso precio, ni en oro ni en gloria; lealtad para los humildes, para los trabajadores, para sus subordinados, a los que sirvió siempre la fuerte vianda del ejemplo y para quienes tuvo en las hora de la exaltación irreflexiva, sueros de sere­nidad, y en las de la justicia o de la reivindicación, abierta y abnegada ayuda; lealtad para su pueblo al que Ricardo Mella, que no creía en el artificio de las fronteras, entregó el ancho talento y profundo civismo; lealtad para los amigos, que escoltaban, en denso haz, su cadáver con la crispada tristeza de los que súbitamente se quedan abandonados o ciegos; lealtad en la vida dinámica, afanosa y pura, y en la muerte estoica.

¡Así era Mella!

Lo escribía Ramón Fernández Mato, director de El Pueblo Gallego, en el diario de Manuel Portela Valladares, el mejor y el más difundido de Galicia. Pronto hará cuarenta años que, emotivamente, me confesaba el propio Mato, recordando el acontecimiento, todo el simbolismo que tuvo en Vigo el entierro de Mella. Fue como un canto a la libertad entre las cadenas de las circunstancias. Algo que recuerda, sin duda, la movilización espontánea y la tristeza cierta del pueblo de Madrid al despedir a otro gran personaje, paisano y contradictor de Mella, de significación inequívoca: Pablo Iglesias. En ambos casos, aquel echarse de la gente a la calle, haciendo a uno y al otro profetas en tierra, no sólo tiene belleza. Para nosotros tiene un sentido más hondo.

Aquella movilización viguesa en favor de Mella duró días. No hubo disidencias: los tres diarios burgueses, el semanario socialista, animaban a participar en las cuestaciones públicas. La cosa rema­tó en cuatro actos, a cada cual más significativo: En plena dictadura, el Ayuntamiento llamó «Avenida Ricardo Mella» a la actual de «La Florida» (¡!). Sus amigos, con estrellas invitadas y papeles enviados de diversos puntos, orga­nizaron una velada en su honor, muy variada, en el Teatro Tamberlick. Asorey, el más importante y cotizado imaginero gallego de entonces, labró el austero mausoleo que guarda sus restos en el rincón civil del bello cementerio de Pereiró. Como en el caso de los Muruais o de Indalecio Armesto en Pontevedra, ni el franquismo ni nadie se atrevió a tocar ese monumento. Como debe ser… Pero quizá lo más emoti­vo, aquello que propuso y quiso sobre todo José Villaverde, tomó cuerpo: editar, una a una, sus obras completas, difundir sus ideas en las tierras peninsula­res como ya estaban haciendo los libertarios argenti­nos. Ciertamente, la publicación de Ideario (1926), con el cálido prólogo de Prat, como la tardía salida de sus Ensayos y Conferencias (1934), precedido por el estudio de Quintanilla, quedó muy lejos del proyec­to inicial, mas en nada invalida su sentido, la actitud de su propia gente que desconcertó en la época a los propios amigos y compañeros ideológicos de Ricardo Mella. Leamos la cosa en el texto de Soledad Gusta­vo:

Al morir Ricardo Mella era Director-Gerente de los Tranvías de Vigo, y la prensa local ha hecho debida justicia a la inteligencia del que fue nuestro compañero, dedicando a su entierro y a su muerte largas columnas, tratándole como una celebridad de Galicia, a pesar de las ideas del muerto, que no ocultó la prensa.

Para asistir al entierro se cerraron las fábricas, los talle­res y los comercios, lo cual honra mucho a aquella pobla­ción, porque Mella sostuvo sus ideas anarquistas y ateas has­ta el último momento.

Invalidada la profecía del romance, hechos a la idea de aquel póstumo homenaje, tan calido que parece cuen­to, todavía encontramos un vacío en su tumba cuan­do la visitamos en el cementerio vigués. Faltan los versos, tan bellos, del poeta (hoy radicado en Vigo) Carlos Oroza, que a él, como a pocos, servirían de epitafio:

«Libertad»,
el nombre que tanto amó
y que nunca pudo acariciar sus alas.

(Conservamos como oro en paño –amiga Luz, para que lo sepas allá donde estés y estén los tuyos- tu regalo. Las obras –todas- de tu padre. Las que fuiste coleccionando en silencio, año tras año, día a día)