José María Luis Bruna, marqués de Campo, o los pleitos de un aristocrático poeta modernista

Si quieres ver el texto con notas a pie de página, pincha aquí

José Campo Pérez Arpa Vela (1814-1889), primer Marqués de Campo.- Cuando hace varios años comencé una investigación sobre la labor profesional del librero y editor Gregorio Pueyo, me sorprendieron algunos nombres que aparecían en su hoy olvidado catálogo. Llamó enseguida mi atención una entrada, la del Marqués de Campo, cuyo título nobiliario hizo que, sin solución de continuidad, me preguntara sobre su persona y producción bibliográfica, al mismo tiempo que certificaba que mi antepasado, desde su librería de la calle de Mesonero Romanos, no había sido sola y exclusivamente editor de esos bohemios que, con un hatillo de papeles bajo el brazo y sin apenas dinero, llegaban a Madrid en busca de la huidiza fama, sino también de escritores y poetas que, como el Marqués de Campo, derrochaban lujo y exquisitez.

 

Las referencias encontradas me conducían irremisiblemente al que, a la postre, resultó ser su padre, José Campo Pérez Arpa Vela (1814-1889), Marqués de Campo, un magnate decimonónico, que alguien calificó como el “Salamanca valenciano”, cuyas actividades empresariales y financieras le habían llevado, por ejemplo, a dotar en 1850 a Valencia, su ciudad natal, de las aguas potables de las que hasta entonces carecía, a construir los ferrocarriles de Almansa a Valencia y Tarragona, a fundar varios establecimientos benéficos y un largo etcétera de negocios de altos vuelos, sin olvidarse que fue también un opulento banquero, fundador del Banco Peninsular Ultramarino o de la Sociedad Valenciana de Crédito y Fomento. Siendo muy joven, y durante cinco años, ejerció como Alcalde de Valencia y ahora que corren aciagas noticias sobre uno de sus barrios más emblemáticos, el del Cabañal, no estará de más recordar que, a consecuencia de un voraz incendio que en él tuvo lugar en 1875 y que destruyó ciento y pico barracas, acudió solícito en auxilio de los damnificados, regalándoles una manzana de ocho casas próximas al lugar del siniestro. Un anuncio publicitario seleccionado al azar, cuya grafía respeto, hace volar nuestra imaginación al informarnos de otra de sus empresas, ahora relacionada, como concesionario de los buques correos de Filipinas, con el ámbito marítimo y el mundo de la navegación: “Vapores-Correos del Marqués de Campo. Primera y única línea regular de vapores-correos entre Liverpool, la Península  y  Manila por el Canal de Suez. Viajes redondos  mensuales en día fijo desde el puerto de Liverpool á los de La Coruña, Vigo, Cádiz, Cartagena, Valencia, Barcelona, Port-Said, Aden, Punta de Gales, Singapore y Manila. El Vapor VALENCIA saldrá del puerto de Barcelona el 1º del próximo Febrero á las cuatro de la tarde para los de Port-Said, Suez, Aden, Punta de Gales, Singapore y Manila. Admite carga y pasajeros para dichos puertos. Para fletes y demás antecedentes: EN MADRID: Oficinas del Excmo. Marqués de Campo, Cid, 7. EN BARCELONA: Sres. Borrell y Compañía”.

De este Marqués de Campo escribió Eusebio Blasco una semblanza de la que entresaco estas palabras: “De todos los banqueros españoles, ninguno más discutido, comentado, corregido y aumentado que el Marqués de Campo. Apenas se pasa día sin que la prensa española se ocupe de él, de sus proyectos, de sus empresas. Es una personalidad que está siempre en juego”. Trabajador infatigable y obstinado, el mismo Eusebio Blasco afirma en otro lugar del mismo escrito que “en una ocasión quiso comprar la plaza de Gibraltar”… Pero no se ha de desdeñar, por supuesto, su actividad política, que le llevó, según se puede leer en una de las múltiples necrológicas que se sucedieron  tras su fallecimiento, a ser “investido siete veces con el cargo de diputado a Cortes, dos veces elegido senador, y en la actualidad lo era vitalicio”.

El escultor Mariano Benlliure (1862-1947), autor del monumento levantado por suscripción popular en 1908 en la valenciana Plaza de Cánovas, fue uno de sus protegidos; en el pedestal se ven cuatro figuras alegóricas representativas de las grandes empresas que acometió el Marqués en Valencia (la Marina, el Ferrocarril, el Gas y la Enseñanza Benéfica), y sobre la columna central se yergue su estatua en actitud de proteger a un niño, una recreación del artista de su hijo legitimado, y el afamado pintor José Benlliure y Gil (1855-1937), hermano del anterior, pintaría entre 1881 y 1886 un cuadro espléndido, por su calidad y tamaño, titulado “Distribución de premios en el Asilo del Marqués de Campo”, que le había sido encargado expresamente con anterioridad. En el detalle que del mismo acompaña estas líneas aparecen retratados, sentados en la mesa de la Presidencia, los Marqueses de Campo, que flanquean al Arzobispo de Valencia, Sr. Monescillo. Delante de la marquesa, en pie, un niño vestido elegantemente para la ocasión, José María Luis Bruna, que, si no se está avisado, parece más bien una niña. A falta de un retrato fotográfico, al día de hoy son las únicas imágenes del que, años después, llegaría a ser segundo Marqués de Campo.

José María Luis Bruna (1877-1916), poeta modernista

Pero, aún reconociendo toda la ingente labor desarrollada en aras de los intereses del Estado por este primer Marqués de Campo, no es, sin embargo, su persona y en esta ocasión objeto de esta evocación, aunque méritos no le falten para ello, como se acaba de ver, sino José María Luis Bruna, su sucesor en el título y autor de tres exquisitos libros, en presentación y contenido, cuyas cubiertas se reproducen. Por riguroso orden de aparición, fueron los que siguen: Cantares (Madrid, Ricardo Fé, s.f. pero 1903, con un prólogo de Pedro de Répide), Alma Glauca (Madrid, Imp. de Enrique Teodoro, 1904) y Estampas. Orientales. Helénica. En las márgenes del Danubio. Italia. Occidentales. El país de los molinos de viento. Envío, que Gregorio Pueyo le editó en 1907. Volumen este último vestido con unas características e inconfundibles orlas y adornos modernistas en granate sobre fondo gris, de Estampas… llega a afirmar en una reseña Pedro de Répide, su amigo y acaso su valedor ante el editor, que “su autor, que iguala y supera a Montesquieu-Fézensac, nos ha hecho una bella ofrenda con este libro, cuyo solo aspecto pide una mano elegante para llevarle entre sus dedos y hojearle en un sillón de sleeping o en un jardín de villégiature” y, recientemente, Luis Antonio de Villena se refiere también al mismo como “uno de esos clásicos libros de raíz parnasiana (pienso en Joyeles bizantinos del también aristócrata Antonio de Zayas) que recogen postales, diríamos hoy, de viajes varios”.A Pedro de Répide, que llegaría a ser Cronista ilustre de la Villa y Corte, le dedica un poema, “LosDos Mares”, incluido en Alma Glauca, y el nombre de este ”humanista como un Cardenal del Renacimiento”, en palabras de Francisco Villaespesa, vuelve a aparecer unido al del Marqués de Campo en una muy breve crítica, ocurrente y jocosa, que hace de Cantares un tal “Chiquiznaque”: “Hay un libro que se titula Cantares, del marqués de Campo. Este libro tiene un prólogo de Pedrode Répide./Hay un libro de Répide nominado X./Este otro libro tiene un prólogo del marqués de Campo./ Lo cual demuestra que se han penetrado el uno del otro”.

Son estos libros poemarios cuyos dos últimos títulos se adscriben claramente al rompedor movimiento modernista, con unos versos que hacen referencia, entre otros motivos, como no podía ser de otro modo, a pétalos lánguidos, estanques de nenúfares, brillos opalescentes, grises ondas, pasos trémulos, princesas encantadas o países de ensueño. Estos tres rótulos son los únicos que he visto, siéndome imposible localizar aquellos otros que, como era frecuente entre los editores en esos albores del siglo XX, se publicitaban en las anteportadas o en las contracubiertas como “en preparación” pero que, a la postre, nunca veían la luz, lo que sucedió con estos epígrafes: Dionisos – Cantos griegos y Cortejos… que han pasado, que así se anunciaron en Alma Glauca, y El tañedor de bhuni (poemas greco-egipcios) y Nuevas Estampas, que así lo hicieron en Estampas… Precisamente, de este último título es del único que he hallado crítica literaria, si exceptúo dos, muy escuetas, de Cantares, la ya citada de “Chiquiznaque” y la aparecida en ABC (Madrid, 15 enero 1903, p. 8), y de Alma Glauca en la sección de “Libros enviados a esta redacción por autores y editores” de la revista La Ilustración Artística (Barcelona, núm. 1.178, 25 julio 1904).

He visto también su nombre como redactor colaborador en Gran Mundo y Sport. Revista aristocrática, ilustrada de arte, literatura y salones, que no desentona en absoluto con la condición de nuestro autor.

Apuntes biográficos

Su poesía, calificada de elegante, con un verbo generoso y colorista, y aristocrática, nunca había sido reeditada hasta que en 2006 el Ayuntamiento de Lucena (Córdoba) sacó de nuevo a la luz Alma Glauca con prólogo de Luis Antonio de Villena. Si escasos eran los datos que se conocían sobre su autor, el prologuista ayuda a completar su ignorado perfil biográfico, poniendo a disposición del lector lo que conoce del Marqués de Campo poeta, informándonos de que Don José Campo y Pérez, Marqués de Campo (primer título concedido por un joven Rey Alfonso XII a principios de 1875), solicitó autorización para la designación de sucesor ya que, a causa del fallecimiento de su única hija, carecía de sucesión directa, accediendo el Rey a lo solicitado en mayo del mismo año. El Marqués de Campo designó, entonces, en junio de 1883 a don José María Luis Bruna. Hijo natural (en el testamento mancomunado, posteriormente declarado nulo, que, con fecha 2 de junio de 1881, otorgaron el Marqués de Campo y su primera esposa doña Rosalía Rey instituyéndole heredero universal, figura como “nieto”), había nacido en Burdeos (Francia) el 11 de julio de 1877, siendo nombrado segundo Marqués de Campo en marzo de 1891. Informa también Luis Antonio de Villena que, con la ayuda de la investigadora y especialista en el período de entresiglos Amelina Correa Ramón, consiguió copias de sus partidas de nacimiento y defunción y que la primera certifica que el niño nació en la casa de su madre, Amparo Bruna (su segundo apellido, Richand, me hace pensar en una ascendencia materna de origen francés). En cuanto al padre, era entonces desconocido. Otro documento nos dice que el niño fue bautizado en la barroca iglesia de Notre Dame, el 16 de julio de 1877, siendo su padrino M. Armand de Fleury y su madrina, la señora Solá, viuda de Recuer [sic]. Por último, en el acta de fallecimiento se dice que José María Bruna de Campo había fallecido el día antes, 17 de septiembre de 1916, a las once de la noche, en el número 147 de la Rue de Tondu, lugar de la Polyclinique de Bordeaux, para añadir a renglón seguido que era sin profesión, soltero. Aventura Luis Antonio de Villena que “es muy fácil suponer un folletón, muy de la época, y por tanto con visos de verosimilitud, aunque estemos en el puro terreno de las suposiciones. En la partida de nacimiento de José Luis se dice que viene […] de padre desconocido y de Amparo Bruna, de dieciséis años de edad, sin profesión. No es raro conjeturar que D. José, el Marqués de Campo, quisiera evitar un escándalo en Valencia por sus amores con una jovencita (Amparo es un nombre clásicamente valenciano) y trasladara a la chica, pronto madre, con alguien de confianza, a una casa muy digna en Burdeos, lejos del Levante español. Dinero le sobraba al marqués para tales dispendios. Cuando el niño nació no lo reconoció, pero está claro que cuidó de él (y de la madre) y que no le faltó una educación esmerada”. Y, continuando con las conjeturas, afirma que “su poesía en España no parece haber tenido éxito, y lo que es más extraño -aunque el investigador tiene ahí una inmensa puerta abierta- parece que fue preterida o silenciada. ¿Por la ambigüedad que le atribuye Díez-Canedo? Varios novelistas de esa misma o más clara ambigüedad -muy pocos años después- llegaron a ser famosos: Antonio de Hoyos y Vinent, otro aristócrata, es el caso más notorio. Pero aún podría haber nueva razón para el aparente alejamiento de España (a partir de 1907) de José María Luis Bruna. ¿Recibiría bien […] la aristocracia de más solera a otro aristócrata que además de ser hijo natural, de padre no reconocido, daba claras muestras de homosexualismo…?”.

Por mi parte, y con la finalidad de completar su apasionante y novelesca trayectoria vital, recientes pesquisas me conducen al libro de María Teresa Fernández-Mota de Cifuentes, que informa sobre la instancia, fechada el 30 de enero de 1889, en la que el primer Marqués de Campo solicita permiso para casarse en segundas nupcias (su óbito se produjo meses después, el 19 de agosto) con doña Luisa Solá y Gargollo (en otras ocasiones he visto Gargolla), viuda de Recur, matrimonio que se llevó a efecto el 9 de marzo en la casa de la contrayente, oficiando el cura párroco de la madrileña iglesia de San José y con la asistencia de contadas personas de la intimidad de los esposos y, además, sobre los avatares que sufrió el título, una vez muerto su segundo y último poseedor, que conllevaron nuevas solicitudes de sucesión al mismo en 1916, informes varios, árbol genealógico descendente de don Gabriel Campo Azpa (padre del primer Marqués de Campo), varias instancias (años 1929, 1930, 1931) solicitando su rehabilitación para, finalmente, llegar a la Orden del Ministerio de Justicia del 16 de mayo de 1949 por la que se deniega.

Pleitos varios. Los hijos artificiales

Pero mi búsqueda también me conduce con insistencia a los Tribunales de Justicia, en concreto a su máxima instancia entonces, el Tribunal Supremo, y es que el nombre de José María Luis Bruna aparece ligado a varios pleitos, como adelanté en la cabecera de este artículo. Si pensamos que durante su minoría de edad su tutor, sobrino, por cierto, de la primera marquesa de Campo, doña Rosalía Rey, ya pleiteaba en su nombre y que cuando alcanzó la mayoría de edad siguió pleiteando, se puede afirmar que puesto que murió  joven, a los 39 años, su vida fue un pleito continuo. En un tratado sobre jurisprudencia marítima, Ignacio Arroyo hace alusión, tras detenerse en los antecedentes de hecho, a una sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo, de 27 de diciembre de 1895, sobre un contrato de transporte. La demanda había sido deducida a nombre de D. José Maycas Pérez, muy conocido en losámbitos bursátiles de la Corte,como tutor de D. José María Luis Bruna.

Como auténticos folletines se vivían a comienzos del siglo pasado las noticias, en absoluto infrecuentes, sobre la aparición inesperada de hijos “artificiales” (un juguete cómico en tres actos y en prosa del año 1903, de Joaquín Abati y Federico Reparaz, lleva esa etiqueta, y dos novelas cortas de Pío Pica y Peca (¿…?) y Alberto Insúa se intitulan, respectivamente, El hijo artificial, lanzada alrededor de 1910 en Barcelona por la “Colección Inocente”, y El hijo postizo, ésta última publicada el 18 de septiembre de 1925 en la colección “La Novela de Hoy”), por emplear el adjetivo que se acostumbraba utilizar en las crónicas de este tenor y que, como no es difícil de imaginar, los lectores leían con mucha avidez, dada su habitual truculencia.

Hijos artificiales, sí, tan pródigos como si de ediciones clandestinas de libros se tratase. En determinadas ocasiones, estos sucesos se extendían a las inscripciones de los niños apócrifos en los Registros parroquiales. Me viene ahora a la memoria el de esa falsa condesa, no recuerdo si española o francesa o, según la ocasión, con ambas nacionalidades a un tiempo, que en Madrid bautizó a un niño que dos años antes había sido sacado de la casa cuna de Alicante y en la partida se hacía constar que era hijo de fulano de tal, lo que no era verdad, ocasionando grandes quebraderos de cabeza y amenaza de serios quebrantos económicos pues el tal fulano era, además de un adinerado ciudadano, un “honrado” padre de familia que, sin embargo, tiempos atrás, había tenido relaciones con la impostora. Muy divulgado, por su gran actualidad, en la prensa nacional del año 1925 y siguientes, fue el proceso de la peinadora Victoria Fernández Martínez que, acuciada por ansias maternales, recibió de una comadrona una niña recién nacida cuyo destino era la Inclusa y que, con connivencia de dos testigos, fue inscrita como su hija natural en el Registro civil. Me viene también a la memoria el caso de aquella mujer que robó el hijo de una mujer agonizante porque necesitaba hacer creer que tenía uno y evitar así que la herencia de su marido recayera en manos de parientes lejanos. No existían entonces las pruebas de paternidad y aún no había sido descubierta esa molécula capaz de asegurar la transmisión de los caracteres hereditarios de célula a célula, generación tras generación, lo que se conoce como ADN, por lo que la osadía a la hora de intentar sacar réditos del engaño, inventando un hijo “artificial” o falso era directamente proporcional a la predecible ganancia pecuniaria. Ligado a una de estas noticias, confundida entre otras de signo bien diferente, que hablaban de sátiros, gatuperios, monederos falsos, “apaches”, chirlatas, buscadores del Vellocino de oro, de la eterna plaga de la langosta, etc., etc., leí un suelto del diario madrileño España Nueva, que, aún resumido, da una somera idea del auténtico folletín que oculta. Su encabezamiento para nada hacía presagiar que tuviera relación con José María Luis Bruna, nuestro Marqués de Campo, uno de sus principales protagonistas:

 “CONTRADANZA DE MILLONES. Los hijos artificiales. Denuncia contra un tutor”. La crónica que se daba a conocer a los lectores de este diario de la noche trataba de una querella presentada por el “marquesito” de Campo, así se le designa, contra su tutor (entonces, la mayoría de edad no se alcanzaba hasta  los  veinticinco  años),  Sr. Maicas [sic], por unos supuestos testimonios falsos vertidos en cierto pleito entablado contra el primero por dos hermanos franceses que se decían hijos naturales de otro de la primera marquesa de Campo, y que, efectivamente, con posterioridad resultaron ser nietos naturales, que no artificiales, de doña Rosalía Rey (así se demostró por una sentencia definitiva recaída a raíz del juicio ordinario promovido por don Mario Lorenzo y doña Rosalía Josefa Rey y Fer, que así se llamaban los litigantes). En este primer momento, con una prudente reserva y muchas inexactitudes, la noticia no facilitaba nombres, aunque yo sí lo haya hecho para una mejor comprensión, y comenzaba así: “Hace unos quince años que fallecieron en una ciudad levantina ciertos marqueses, cuyo título parecía haberse agotado por falta de herederos. Pero a los pocos meses de bajar al sepulcro los indicados aristócratas, cuyos nombres reservaremos por delicadeza y por lo escabroso de los detalles que vamos a dar, surgió un hijo adulterino, a quien en vida había reconocido legalmente el marqués. En virtud de ese reconocimiento, el hijo entró en posesión no sólo del título sino también de la cuantiosísima fortuna que dejaron, al morir, los marqueses…” El mismo periodista afirmaba en un jocoso y gráfico comentario que “tanto los demandantes como los demandados son gente que apalean los billetes de Banco, como vulgarmente suele decirse, y dispuestos, a la vez, a no economizarlos en cuestiones que encierran un poco de amor propio y en las que se juega una regular cantidad de millones”.

La querella, en la que intervino también el ministerio público, había sido presentada por el Marqués de Campo contra su tutor, Sr. Maicas [sic] y otros,  por  supuestos testimonios falsos contra el primero por dos hermanos franceses que se decían, como se acaba  de  indicar, hijos naturales de otro de la difunta marquesa (fallecida en Madrid en los primeros  días de enero de 1889, a los 76 años de edad), de resultas de los cuales había sido desposeído inicuamente de parte de los bienes que le correspondían por herencia; estos hijos afirmaban “ser hijos de uno natural obtenido por la citada dama como fruto de sus amores con un súbdito francés a quien conoció enuna temporada que fue a vivir en la región del Loira […] Un día entabló conocimiento con un francés que había servido en los Ejércitos franceses y que se encontraba perseguido y exhonerado [sic] por creerle espía de la Nación alemana. La marquesa se enamoró de él, y más tarde, en el lecho mortuorio, confesó a su director espiritual aquella debilidad de amores, firmando un documento para legalizar laexistencia del niño. Y este niño llegó a ser hombre, contrayendo matrimonio y dejando a sus dos hijos, como única herencia, el documento firmado por la marquesa de Campo in articulo mortis”.

Perosigamos leyendo la información que nos proporciona este diario (Andrés Trapiello escogió a su gerente, Rodrigo Soriano, como representante de los olvidados en un artículo que llevaba por título “Raros, curiosos y olvidados”): “Tranquilo y dichoso vivía el recién nombrado marquesito, disfrutando del amor y de los placeres de este mundo, a que le daban derecho sus cuantiosas rentas, cuando se le presentaron otros dos, que se decían también hijos naturales del difunto marqués…” (en realidad, nietos naturales de la difunta y tantas veces citada primera marquesa de Campo, francesa de nacimiento, doña Rosalía Rey Loisselet). Justificaban sus derechos presentando una serie de documentos. Como el “marquesito”, por seguir utilizando el remoquete, consideró impertinentes a los demandantes y a los documentos que acompañaban, se inició el pleito, curioso en extremo porque la demanda fue presentada primero en París y más tarde en Madrid. La curiosidad tuvo su continuación porque, tras mucho tiempo y dinero, los Tribunales franceses fallaron a favor del Marqués de Campo, desconociendo el derecho de los dos demandados a compartir los derechos de la herencia, en tanto que en Madrid no sucedió lo mismo y los Tribunales fallaron en su contra, reconociendo ahora a los demandantes el derecho a disfrutar por partes iguales con el demandado la inmensa fortuna de los marqueses, y es un hecho que ambos hermanos ya aparecen citados como herederos del primer Marqués en una demanda fechada en octubre de 1893, según se puede comprobar al examinar la sentencia recogida en Colección legislativa de España. Jurisprudencia civil, dictada por la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo, de 8 de enero de 1902, que resuelve un recurso de casación: “CASACIÓN POR INFRACCIÓN DE LEY. Liquidación y pago de un crédito. Sentencia declarando no haber lugar al recurso interpuesto por D. Leandro Tomás Pastor, contra la pronunciada por la Sala segunda de lo civil de la Audiencia de Madrid, en pleito con D. José María Luis de Bruna y otro”. Este pleito había surgido cuando el demandante, don Leandro Tomás y Pastor, escritor dramático, no había percibido unos ingresos que, a su entender, le eran debidos por una gestión que, en escritura notarial de fecha 19 de junio de 1887, le había encomendado el primer Marqués de Campo, consistente en que estableciera a nombre del otorgante en la ciudad de Guatemala la Dirección de la Línea de vapores correos Hispano-Centro Americana, para prestar los servicios contratados con aquella República y las de El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica. Como partes demandadas aparecían, dada su minoría de edad, el tutor de don José María Luis Bruna, don José Maycas y Pérez, y doña Rosalía y don Mario Rey y Fer, y don Francisco Recur y Solá, en concepto de herederos del primer Marqués de Campo. La sentencia firme del Tribunal Supremo, no recurrible ya, por tanto, en ninguna otra instancia, daba en esta ocasión la razón a los demandados.

El anónimo periodista de España Nueva, a punto de finalizar su crónica del día 15 de marzo de 1908, colige que […] en el caso presente, lector, más bien parece envolver al proceso la falsificación de documentos y testimonios aportados por la misma persona que más confianza podía inspirar al demandado antes y hoy día denunciante de todas esas argucias, que no tenían otra finalidad que apoderarse de una buena parte de su fortuna”.

Al día siguiente, 16 de marzo de 1908, el diario continúa con el reportaje de la querella contra su tutor, pródiga en rumores e informaciones. Los lectores esperan con impaciencia las novedades, que las hay pues ya se facilitan los nombres que el día anterior habían sido silenciados. Se da cuenta en ella de que, con fecha 20 de marzo de 1889, unos pocos meses antes de morir, el Marqués de Campo había otorgado testamento (el segundo, una vez fallecida la primera marquesa) ante el notario D. Luis González Martínez, dejando como heredero a José María Luis Bruna y encargada de la ejecución del testamento a la señora doña Luisa Solá y Gargollo, con la que acababa de contraer segundas nupcias y madrina, como quedó dicho, de José María Luis Bruna.

Como quiera que el factor sorpresa es propio de caballeros y sibaritas, caso del Marqués de Campo, España Nueva, cargando las tintas, se retrotrae en el tiempo y se explaya ahora sobre su repentina aparición y la vida ostentosa que mantenía en Madrid junto a su madre biológica doña Amparo Laguna [sic]. Ya instalado en el Paseo de la Castellana y gastando las rentas que sus millones producían, el cronista describe al “marquesito” de una manera muy elocuente, “multimillonario, joven, gallardo y calavera”, añadiendo que “aunque no descuidaba el trato de la buena sociedad, pasa gran parte de las noches entregado a la vida madrileña, en su más típico aspecto. Frecuentaba los cafés donde se reúne la gente de trueno y aquellos otros en los que se formaban apostolados de una nueva literatura” y que “sus aventuras galantes han llamado la atención por lo originales” y, como ejemplo, relata una curiosa anécdota que, antes de finalizar, vale la pena transcribir: “Cuando el marquesito vivía en plena vida de aventuras y placeres, no retrocediendo ante nada, ocurriósele marchar a París en compañía de un escritor que en la actualidad es muy conocido por lo discretamente que maneja la lengua de los clásicos. Llegaron a París, y el aristócrata joven dio en la manía de que su amigo el escritor se tiñera el cabello de rubio. Pero aconteció que la Policía francesa los detuvo en cierta casa donde habían pasado la noche en perpetua alegría, y, al pedirles que presentaran sus respectivos pasaportes para justificar sus personalidades, advirtieron los agentes que en el del escritor, al dar sus señas personales, ponía “pelo, negro”, y el individuo que tenían delante de sus ojos ostentaba sus cabellos de color de oro. ¡Una hermosa cabellera! Los policías detuvieron al escritor, tomándolo por un anarquista disfrazado, y gracias a la intervención del cónsul español pudieron escapar con bien. Seguramente que al escritor mencionado no se le volverá a ocurrir el capricho de modificar los designios de la madre Naturaleza. ¡Porque suelen traer más complicaciones!…”.

Tengo ante mi vista y entre mis manos un ejemplar de Estampas en un buen estado de conservación, pese a las perceptibles manchas de óxido que el transcurso de más de cien años ha ocasionado en sus páginas, que en un futuro no muy lejano acaso siga los pasos de Alma Glauca y pueda ser recuperado para los lectores. De él escribió el poeta Eduardo de Ory que “es un joyero de perlas líricas de un alto valor. Las composiciones que contiene son impresiones admirables de viajes realizados por distintas partes de Europa y de África”. Son poemas que, más que decir, evocan lugares, muchas veces canónicos, en ocasiones lejanos y exóticos, sugieren escenas que trascienden lo terrenal, y ayudan y facilitan, mientras uno se sumerge en su lectura, el paso de este caudaloso río que es la vida. Estoy convencido de que a José María Luis Bruna, segundo y último marqués de Campo, le sirvieron, mientras los escribía, y aquí caben todo tipo de conjeturas, para evadirse, siquiera por breves momentos, de los múltiples pleitos que por todos los flancos le acechaban.

El pasado 11 de julio se cumplió el 137 aniversario de su nacimiento. No he querido dejar de recordar y dar breve noticia de José María Luis Bruna, segundo y último Marqués de Campo, escritor y poeta.