Memorias de Tonio.- Recién casado yo con Saruca, su nieta más joven, encontré en la que hoy es nuestra casa de Rianxo, el ejemplar de La cocina práctica que guardaron como oro en paño sus abuelos maternos, Cándido y Carmen. Y lo mismo hicieron otros muchos abuelos y abuelas de nuestra juventud.
El milagro bibliográfico de este libro no se reduce a su difusión (extraordinaria), ni a su mucha lectura (en una sociedad que estaba dejando de ser mayormente analfabeta e iletrada), sino a la propia capacidad de permanencia física en alacenas y alzaderos, lugares poco propicios para que cualquier libro sobreviva.
Pese a ello, mi personal devoción por Picadillo se debe más bien al saboreo de su prosa, cuando la descubrí como investigador –hace muchos años- en las excelentísimas páginas de El Noroeste, el diario coruñés de su propiedad. Diario que iba a consultar entonces a Coruña, pues lo albergaba la Asociación de la Prensa de la ciudad. Hoy se puede leer cómodamente, desde cada casa, en la magnífica Galiciana Dixital.
Al comunicar ese descubrimiento a viejos amigos coruñeses de aquellos años tan lejanos, me escamó que Leandro Carré, Arturo Taracido o Domingo Quiroga, jamás lo llamaran Manolo o Picadillo. Le decían de don: don Manuel Puga. Y no había en el tratamiento din, ni chascarrillo alguno. Sólo respeto y afecto. Reconocimiento.
Al memorable personaje dediqué en 1993, con motivo del LXXV Aniversario de su muerte, una trilogía audiovisual por la que siento especial devoción. Una hora y media que dio mucho que contar. La versión en gallego la difundió ese mismo año la Televisión de Galicia (TVG). Lo hizo en sus tres entregas: 1.- A imaxe do pai. 2.- O crú e o guisado. 3.- Un carreirón político. Realizada la trilogía por Mateo Meléndrez, que estaba al frente de uno de los dos equipos que dirigí en Vídeo-Voz (la división audiovisual de La Voz de Galicia), la TVG adquirió la propiedad y vendió con posterioridad una versión al español a Televisión Española (TVE), traducción de la gallega, en la que ya no tuve arte ni parte.
Como apoyo informativo de nuestra serie Historias con Data, a la que la trilogía pertenece, inicié entonces en el gran diario coruñés una inolvidable sección de “Perfiles y Semblanzas”. A toda plana, en color y muy bien presentada, tuvo enorme éxito en la edición dominical. Aquí actualizaré estas tres crónicas literarias, valiéndome también de algunas piezas, tomadas de mis guiones audiovisuales. LA CUEVA DE ZARATUSTRA celebra así el centenario de la muerte de don Manuel Puga como consecuencia de la gripe de 1918 (30 de septiembre). Gripe que devoró también a mi abuelo y a mi abuela paternos, dramática historia que acaso recuerden los lectores de las Memorias de Tonio.
La imagen del padre (en la Corte de los Puga)
Nacido en la Compostela tradicionalista de su padre y de su abuelo en abril de 1874, fue el mayor de los hijos de Luciano Puga Blanco (abogado de banca, criminalista de prestigio, profesor de la Universidad) que lució allí (veinteañero) vara de alcalde y representación en Cortes.
Su trasplante a la gran casona coruñesa de los condes de Gimonde, sita en el corazón aristocrático de la Ciudad Vieja (Manolo apenas contaba un añito por entonces) no despertó en la capital liberal y republicana de Galicia frío ni calor. Malicio, sin embargo, que ese traslado nada tuvo de inocente.
Ese año, cuando el nuevo rey Borbón –Alfonso XII- entró en Madrid, fijando su residencia habitual en los reales sitios del entorno madrileño, su Restauración -timoneada por Cánovas del Castillo– tuvo en la provincia coruñesa un estratega de alcurnia, apoyado por el entorno de Luciano Puga, contra el parecer de su propio padre. Me refiero al conde de San Juan, gobernador civil. Fuera como fuere, es lo cierto que el célebre dúplex residencial coruñés (un pie en la Ciudad Vieja y otro en el lugareño pazo de Anzobre), comenzó a funcionar a partir de ese año de gracia de 1875.
Casa y pazo, sin embargo, sólo serán de la entera propiedad del opulento don Luciano en 1879, a la muerte de su padre.
Ya por entonces era alguien en Coruña. Su ubicuo prestigio comenzaba en la máxima instancia judicial de Galicia; pero tenía peso en la Diputación Provincial y presencia muy activa en la cultura ateneística, el periodismo y los negocios de la ciudad.
Los rifirrafes del hijo alfonsino con su difunto padre (militar de alta graduación carlista) fueron públicos desde que se disputaron acta en Compostela. Favorecieron la fama de liberal del hijo. La brillante defensa de Manuel Curros Enríquez en el histórico proceso eclesiástico y gubernativo que originó su libro Aires da miña terra (1880-1881), apuntaló a los puguistas como corriente tolerante, enemiga de cualquier oscurantismo, a pesar del anclaje conservador. El poeta Curros, el abogado y su familia -afectivamente fundidos entre sí- fueron objeto de culto fervoroso en Coruña hasta más allá de la muerte de ambos; pero ellos fueron también -desde aquellos tiempos- coruñesistas irrecuperables a pesar de sus orígenes geográficos.
En el despacho, en el periódico, en el Ateneo Coruñés o en la brega política partidaria, el opulento Luciano Puga practicó esta «extraña» filosofía, tan inusual en la España guerracivilista: el adversario (político) podía ser -además de amigo– colaborador excelente en la vida cotidiana y en los negocios.
Así es cómo llegó a darse el contrasentido de que fueran conservadores de su partido (caso de los linaristas) sus más duros contradictores provinciales, algo que volverá a suceder con su hijo Manolo, mientras republicanos de abolengo dirigieron sus portavoces diarios, ensalzando sus virtudes. Por veces, incluso cubren las continuas ausencias de su célebre bufete (caso de José Martínez Fontenla, el abogado republicano de los anarquistas locales, o del celebérrimo Médico Rodríguez, que -para mejor seguir día y noche la enfermedad que le llevó a la tumba- convirtió su propia casa de republicano histórico en el último cobijo del difunto).
Ese culto a la amistad (de amigos y adversarios) comenzaba en el gineceo familiar, extendiéndose a todo el entorno ciudadano y lugareño.
El pazo de Anzobre, por ejemplo, aún tenía mucho de coto-redondo en vida de los Puga y Parga. Había sido centro jurisdiccional en el Antiguo Régimen. Su influencia se extendía por las parroquias de Armentón, Santa Mariña de Lañas y San Esteban de Larín, en el Ayuntamiento de Arteixo, cuyo juez nombraba el conde de Gimonde, y cuyas tierras y ganados se explotaban como viejos casales, por caseros que trabajaban su tierra y mantenían su ganado en régimen de aparcería.
Los Puga y Parga ejercieron a las mil maravillas, desde niños, el papel patriarcal del señorío que de ellos se esperaba, estableciendo con los comarcanos -por vía de patronazgo– relaciones asimétricas, pero entroncadas, de extensa familia. Así lo contaba, con su gracia habitual, Manolo Puga:
Mi residencia fue -desde niño- un mixto de Santiago (La Coruña, después) y Anzobre.
Yo, con ocho añitos de edad, ya pesaba unos setenta o setenta y cinco kilos.
Entonces las gentes decían que era muy hermoso, y aunque hacía ya cuatro años que dejara de mamar, aún conservaba en mi compañía a la nodriza, que era la encargada de embutirme toda clase de alimentos para que no desmereciese en nada mi natural esplendidez.
Fue en aquellos primeros años de mi infancia cuando tuve la monomanía de ser padrino de todo el mundo.
En mi aldea apadriné a media generación contemporánea, y la otra media no es mi ahijada por haber cometido la tontería de nacer entre noviembre y mayo, época en que solía retirarme con mi familia a los cuarteles de invierno.
Los hijos de don Luciano, Manolo y Mariquiña, aprendieron de sus padres a tratar con majeza exquisita a todo el mundo. Aprendieron también a hacer del banquete una institución de comensalidad fraterna.
En fechas señaladas, el propio Luciano Puga se convertía (de puertas adentro, pertrechado de guantes y tenazas) en sumo sacerdote. Algunos fastos de aquella corte urbana o pacega de los Puga llegaron a nosotros entre aromas de leyenda.
Los compañeros de estudio del futuro político (calificado por ellos de «caballeresco», «rumboso», «romántico») retrotraen la cosa al banquete que ofreció el día de graduación: ¡miles de duros!, al cambio de 1865. Una nadería, comparado con el que -muchos años más tarde- dedicó a otro apóstol de la buena mesa, promotor empresarial del mejor periodismo culinario español, entre otras muchas cosas.
Llegado con su séquito (que era la cúpula del Partido Conservador) a la corte de los Puga, don Antonio Cánovas del Castillo, tuvo en Coruña recibimiento inesperado, por lo cálido. No tardó en saber que el milagro obedecía a la popularidad de su anfitrión. Uno y otro fueron excelentes amigos personales desde entonces. Y también lo fue Cánovas de Manolo Puga quien (con ocho añitos y alguna arroba de más), rompió el estricto cerco dispuesto por su padre, y fue descubierto por el propio don Antonio en pleno festín: atracando las sobras gloriosas del histórico banquete. El diálogo entre ambos –digno del cine- no tiene desperdicio:
CANOVAS.- ¿Tu que haces ahí?
PICADILLO.- Pues, estoy aquí.
CANOVAS.- ¿Y tu eres de la casa?
PICADILLO.- ¡Claro que sí, señor!
CANOVAS.- ¿Y cómo se llama tu papá?
PICADILLO.- Se llama Luciano.
CANOVAS.- ¿Luciano Puga?
PICADILLO.- Sí, señor.
PICADILLO.- Se acercó más a mi, me acarició, me sentó en sus rodillas y me dijo cosas que no recuerdo.
Desde aquel momento don Antonio Cánovas tenía un partidario más.
Yo daba mi primer paso dentro del campo de los conservadores, y si bien es cierto que la partida de azotes que me dieron mis padres casi me hizo abjurar de mis ideales políticos, me mantuve -como ellos- puro conservador y para siempre.
Muy joven, Manolo se hizo cocinero, entre sirvientas, antes de darse a conocer como frailón literario de nuestra brillante nómina de escritores de cocina. Ahora sabemos, por lo que queda escrito, que esa evolución de Picadillo no fue milagrosa ni instantánea. El guisado de su personalidad tuvo su tiempo, su casta y auténtica cultura de partido.
Los cocineros de Cánovas del Castillo (Ángel Muro, José Lombardero y Picadillo)
La vida tiene estas cosas. Si al anarquista Angiolillo no se le hubiera metido entre ceja y ceja lo de acabar con Cánovas del Castillo (cuya muerte –por el contrario de la barbarie gubernamental española– tenía asegurada de antemano, como todos los mortales), el puguismo se hubiera podido encontrar en el fin de siglo con dos ministros coruñeses con carteras importantes: Luciano Puga -fiscal del Supremo a la sazón- y su secretario particular en Cuba, José Lombardero.
La pirueta política de Lombardero -otro republicano fascinado por el padre de los Puga y Parga (excelente periodista, curtido en la escuela liberal-demócrata de Juan Fernández Latorre) dice mucho de su fuste.
Sin duda por recomendación de Luciano, ingresó como redactor en El Nacional (diario madrileño de calidad que pagaba de su pecunio el propio Cánovas). Con pocas firmas, muy anónimo en sus tratamientos, don Antonio lo reconoció entre todos a través de la lectura. La progresión hacia la cúpula del conservadurismo marcha paralela a esa escalada del periodista que se ha convertido en el mejor intérprete de quien seguía siendo jefe indiscutible del poderoso conservadurismo español.
Pero la bala de Angiolillo no sólo corta de raíz la progresión política de ambos personajes. También segó la carrera jurídica de Manolo Puga.
Cánovas, que lo conoce con ocho añitos y la arroba de más en su visita a la Coruña de 1882, no volvió a verlo hasta 1895, cuando el hijo de Luciano tiene veintiuno y pesa unos doscientos kilos.
El Monstruo lo reconoció de inmediato. Así, además de correo confidencial entre el jefe de Gobierno y su fiscal del Estado, da pruebas inequívocas del viejo afecto hacia los Puga. Ésta, por ejemplo, tiene enorme actualidad: por gracia presidencial se «enchufa» a Manolo en Penales para que salga juez sin pasar oposiciones (que siempre resultan indigestas, en un país donde también se indigestan –en pleno 2018- las viejas tesis doctorales o los novísimos másteres). Esperaba, pues; pero el magnicidio de Santa Águeda lo dejó descompuesto ¡y con novia!.
Ni ministros, Puga o Lombardero, ni juez, Manolo, todos se vieron obligados a confirmar posiciones en la nueva circunstancia partidaria.
Como el puguismo era una facción local de Romero Robledo (al ser éste derrotado por Silvela en la dura lucha por la jefatura del Partido) el futuro político de los puguistas se hizo añicos.
Para más, en un quinquenio dramático, Manolo Puga perdió a su madre (1894), a su protector (1897), a su hermana (1897) y a su padre (1899), quedando heredero y administrador universal de los bienes (cuantiosos, pero menos) de los Puga y Parga. La otra cara de la historia se inicia a partir de este momento.
El heredero -desoyendo paternales consejos- se metió en política. Como de casta le venía al galgo, fue juez de paz de Arteixo. De acuerdo con Lombardero compraron El Noroeste (una cabecera errática, dotada de establecimiento tipográfico), convirtiéndolo en diario conservador disidente de Coruña. Con toque lombarderil en lo informativo; pero con otro toque desenfadado en sus secciones, el periódico brilló a gran altura. Aunque los oscuros mosqueteros de la crónica abusaban del seudónimo, Coruña fue sabiendo –por la calidad de los textos que publicaban- que los Equis, Micromegas, Tristán y tantos más, venían a ser Alfredo Tella, José Pan de Soraluce, Luis Antón del Olmet, Eduardo Dieste o el mismísimo Wences Fernández Flórez … En prosa y verso, el periódico resultaba digno de leer. A pesar de la precariedad de medios, estar compuesto letra a letra y estar impreso en la vieja Marinoni.
Sin embargo, reconociendo la calidad punzante de la mayoría de sus jovencísimos elementos, una de las claves inequívocas de su popularidad estuvo en el más embozado de los responsables: Manolo Puga, con seudónimo también, investido de marmitón, fue lujo y regoce de la ciudad y del periódico desde la primera receta.
Sólo los más atentos canovistas (lectores otrora de los órganos centrales del Partido) pudieron reconocer en la galanura de los textos de Picadillo a su más glorioso y admirado antecedente: el Angel Muro de sus años de Madrid, compañero (con firma) de Lombardero en las páginas de El Nacional, autor de El Practicón, entre otras muestras memorables de la mejor cocina literaria e informativa de la época.
Asimilando las virtudes del maestro; aplicándole -además de su propio talento- la añeja sabiduría de los Puga y Parga en gajes de cocinar y bien comer, Picadillo hizo ineludible no ya la lectura del periódico lombarderil. ¡Había que comprarlo!. Sólo así se podía ritualizar el corte y salvaguarda de su recetario. La suya fue una gozada cotidiana.
La confirmación de Manuel María Puga y Parga, Picadillo, como una de las personalidades más populares de Galicia, se produjo en 1905.
Tiene 31 años, es padre de una prole que empieza a ser muy numerosa, pesa unos doscientos… cuarenta kilos y acaba de publicar La cocina práctica. Aunque, mejor mirado, La cocina práctica no descubrió nada nuevo a los lectores de El Noroeste. Sólo vino a confirmarlo, dentro y fuera de Galicia.
La popularidad llegó a Picadillo casi de repente, cuatro años antes, cuando a su singularísima estampa pública, añadió la condición de escritor. Su convecina de la Ciudad Vieja, Emilia Pardo Bazán, lo contó de esta manera:
El más llovido del cielo, entre los redactores de El Noroeste, fue el jefe, el del blanco gorro y el no menos níveo mandil; el encargado de la sección gastronómica, el rápidamente popular Picadillo.
¿Quién iba a suponer que se lanzase al estadio de la Prensa, en el género donde resplandecieron Brillat Savarin y Alejandro Dumas-padre, el pacífico y reposado hidalgo de Anzobre, cuya divisa debe ser horaciana, cuyo ideal no es seguramente la vocinglería?
Cierto que su especialidad tampoco se adapta a esgrimas y lances de combate.
Esto de la alimentación bien aderezada, sabrosa, incitante a gula, tiene la propiedad de concertar pareceres, sumar voluntades, aunar votos.
Las más enconadas banderías se reconcilian ante la olla…
Por su parte, Manolo Puga defendía por entonces –como un pequeño filósofo- su praxis periodística de este modo:
Bien mirado, no hay nada en el periodismo como una labor de éstas, tranquila.
El escribir de cocina en un periódico no será ameno; tal vez carezca de donosuras de estilo y de bellezas literarias; pero a cómodo no hay quien le iguale.
¿Que Maura cae? Bueno. ¿Que sube Montero Ríos? Muy bien. ¿Que los militares se incomodan y quieren aplicarnos el ‘séptimo’ a los periodistas? Perfectísimamente. Nosotros a nuestro fogón, o a nuestras recetillas, y si arde Troya, que arda; aprovecharemos el incendio para quitarle el rancio a una sartenada de aceite, o para poner unos trozos de carne asada a la parrilla.
No nos metemos con nadie, no discutimos de nada, y como dice el refrán, ‘a lo que te voy, te voy». Y hoy me tocan: ¡Sardinas con cachelos!….
No era del todo cierto lo que el filósofo culinario suponía.
Valeriano Villanueva (que –además de ser un brillante jurídico militar- prestigió en la prensa especializada el seudónimo Un Labrador a la Moderna) lo calificó de cocinero burgués. Y aprovechó el formidable éxito de sus recetas para personificar en él a los señoritos prototípicos del país, capaces de cantar -en gallego o en español– la comensalidad galaica, sin preocuparse siquiera de las necesarias reformas modernizadoras de la agricultura y la ganadería, sangrando al labriego a través de la usura generalizada en las medias aparceras o con el gando posto a ganancia del postor.
Fue entonces (ya estaba a punto de cumplir los cuarenta, ¡el tiempo de la madurez y el buen juicio!) cuando se le metió entre ceja y ceja lo de ser concejal…
¿Qué se le perdería en el Concejo coruñés?. ¿Qué conclusiones esperaba sacar el filósofo de la cocina con la nueva y concejil sabiduría?.
Picadillo, alcalde de Real Orden (conservador, revolucionario y mártir)
En 1912, cuando Vigilia reservada puso fin a la publicística culinaria, Picadillo había resuelto (con mucha gracia, además) la papeleta de la cocina civil (sabor tradicional atlántico, europeo, español, galaico-coruñés, todo en uno); demócrata liberal-conservador, dada la importancia del bacalao en los pucheros populares de su tiempo, pasó de 36 a 56 las maneras de guisarlo.
Como ya por entonces era muy serio el problema de las quintas (el drama de los prófugos -los insumisos de antaño- se disolvía individualmente en la protesta desterrada de la clandestina emigración, aumentando el corrupto negocio portuario trasatlántico), buscó la manera de dulcificarlo asesorando a la real infantería en punto al rancho de la tropa…
Nada, en este mundo, quedó al margen de su pluma, irónica y benemérita.
Así, llegada la hora de conciliarse con los administradores del más allá (él, que era -de casta y por linaje- católico y apostólico; nada desconciliado por lo mismo) diseñó para todos los días de Cuaresma una vigilia de lo más apetitosa.
¿Que se le vio el plumero? ¡Cierto!. Pensaba en su salvación y en la de los suyos, que (si no eran curas) vivían como se dice de presbíteros, frailes y monjitas golosas, comprando bula de la Santa Cruzada (la ingeniosa penitencia de la Iglesia de Roma para sus ricos de antaño).
El filósofo cocinero sabía mucho más. Espléndido, como fuera su padre, el pazo de Anzobre continuó siendo mirador excepcional.
Jamás hubo barreras políticas, lingüísticas o sociales para acceder a él. Picadillo (observador perspicaz, de mirada antropológica) estaba en el secreto de la convivencia. Él supo -como pocos- que centralistas y galeguistas y separatistas o internacionalistas se transforman por igual al olor del estofado. Allí llegaron, además de los caseiros, poetas o artistas de máximo renombre. Incluso remilgosos, que se las daban de austeros y ensoñadores, todos perdieron los frenillos, por lo menos, en la hora de comer.
Pero la fascinación de Picadillo -como la de su otro paisano, el maestro Luis Taboada– se fue hacia esa concordancia del poder y el prestigio social no tanto con el comer, ni siquiera con el comer bien (inevitable pecadillo de cualquier mortal que lo pague de su pecunio), sino con la habilidad del poderoso para repercutir el costo de la comida pasándoselo a las más elevadas instancias -públicas, eclesiales, empresariales-, gravando con los banquetes el presupuesto… de los demás mortales.
Una vez, el hijo de su padre quiso saborear por sí mismo las mieles de semejante poderío glotón por cuenta ajena. Así, dado que Lombardero se puso a morir (y murió en 1912), Manolo Puga se proclamó de buenas a primeras candidato.
Llegado el tiempo electoral, cuando la retórica mitinesca pedía hombres «de verdadero peso», hizo valer su gordura ceremonial, trabajada a lo largo de cuarenta años de excelente mesa, y fue concejal a votos, contra el parecer de su propio Partido Conservador.
Las reglas del despotismo de entonces hicieron lo demás. Por gracia de Eduardo Dato, Picadillo fue alcalde monárquico, impuesto de real orden a la ciudad republicana y anarquista de Galicia, en sendas ocasiones. Ya en la primera (1915) lo tuvo «crudo»; pero la segunda fue Troya, ni más ni menos.
Todo lo que su filosofía –pactista, coruñesista– buscaba conciliar en la alcaldía, se desconcilió, volviéndose contra él.
El martirio empezó con la huelga de empleados municipales. Afectó al personal de limpieza, en plenas fiestas de agosto. En esa huelga se supo que aquellos munícipes formaban parte de la poderosa Federación Obrera de La Coruña, de orientación cenetista: ¡la más potente y combativa de su clase en toda la España Atlántica!. Y ¡en qué momento! En el año de la Revolución Rusa, con la primera huelga general revolucionaria de la Historia de España convocada; con la (también primera) general ferroviaria en marcha…
Asimismo, con la ciudad militarizada y en Estado de Guerra, Manolo Puga se convirtió en don Manuel para quienes sufrieron más directamente aquella circunstancia: los encarcelados en las mazmorras de San Antón, sus cesados del Ayuntamiento, los huelgistas de la Federación Obrera. Por todos ellos, se negó a sustituir a los empleados rebeldes por militares.
Desde entonces, en su despacho colgaba un pergamino sellado por los 27 sellos de las 27 Sociedades que componían la Federación Obrera de La Coruña, CNT. Decía: «Los sindicatos obreros de resistencia de La Coruña, rinden testimonio de gratitud y simpatía a D. Manuel Mª Puga y Parga, por su noble actitud desde la Alcaldía hacia los obreros municipales, con motivo de la huelga general declarada en España el 13 de Agosto del año actual. La Coruña 28 de Octubre de 1917.
Entonces -convencido por Rey Soto- el ya cesadísimo ex alcalde de coruñés escribió de un tirón su último libro, duro e irónico, gozoso, penetrante: Mi historia política. La Tipografía Obrera Coruñesa quiso imprimirlo (con dignidad, al proletario modo). Empapado en rabia, impotencia y melancolía allí figura este recuerdo:
Este documento, que formando una manifestación de cariño a mi modesta persona, me trajeron a mi casa más de seis mil trabajadoras y trabajadores de todos los órdenes, es el timbre de gloria más grande que pudiera soñar, y al recibirlo he pasado por uno de los momentos más emocionantes de mi vida.
Cuando veía las gentes apretujadas en toda la extensión de la calle agitando los sombreros y los pañuelos y dando vivas a los míos, cuando sonaba el nombre de mi madre para bendecirla… no pude contenerme y lloré; porque yo a veces también lloro a pesar de ser tan gordo y de tener tan buen humor…
En resumen: aquel fue mi día.
Mi historia política, con prólogo de Antonio Rey Soto, se escribió en pocos meses de 1917; pero no salió ese año, como se reitera -con error manifiesto- en toda suerte de informaciones bibliográficas. Con tapa diseñada por Juan Luis y contratapa con el clásico “se acabó de imprimir” en abril de 1918, apenas había comenzado a distribuirse, cuando la devastadora peste gripal de ese año convirtió al autor en otro, entre tantos otros difuntos inesperados.
Auténtico “raro”, no existen ejemplares en la mayoría de las principales bibliotecas españolas. Tampoco consta, como si no hubiera existido, en Patrimonio Bibliográfico Español. Falta, igualmente, en muchas de las mejores bibliotecas de Galicia. Fallecido el autor y muy presionada su viuda por los poderosos disconformes con su contenido, ordenó ésta la retirada del mercado. El destino del libro puso a su historia el tableau definitivo.